/ Etcétera. Adriana Mejía
“Estamos muy preocupados por esta situación, el cierre de 18 minas y los riesgos que existen, necesitan una mirada a fondo y soluciones”, ha dicho el alcalde de Amagá, Juan Carlos Amaya. Y tiene razón, aunque, a lo mejor por pura prudencia, no dice en público lo que debe decir en privado o, por lo menos, debe pensar todos los días y a todas las horas desde hace tres semanas, cuando unos mineros de La Cancha (vereda La Ferrería), chuzaron accidentalmente una bomba natural de 32 metros cúbicos de agua que, en cuestión de segundos, anegó el pasadizo subterráneo en el que se encontraban arrancando carbón de las piedras que sostienen la montaña.
Y lo dice porque, al igual que usted y yo, tiene conocimiento de cómo evolucionan los acontecimientos en estas tragedias: conmoción, periodistas y autoridades por montones, esperanza, desesperanza, amarga realidad y olvido. Sobre todo olvido. Cuánto duele el olvido, desde que se intuye en el momento mismo en el que los ojos del pequeño mundo están puestos sobre el motivo que los convoca. Si bien quienes se mueven alrededor de un suceso –excepción hecha de los oportunistas que nunca faltan, políticos por lo general–, lo hacen por solidaridad y con las mejores intenciones, suelen ser aves de paso que en bandadas llegan y en bandadas se van. (Un paréntesis de admiración y agradecimiento para los rescatistas que se juegan la vida, donde sea que los necesiten, tratando de aligerar la carga de los demás).
Las autoridades acuden a otros llamados; los periodistas, a otras noticias, basta observar de qué manera se encoge día tras día el espacio que se le dedica al desastre que nos ocupa, para comprobarlo; y la comunidad se cansa de reclamar el cumplimiento de tantas promesas. (Vuelve el pobre a su pobreza, vuelve el rico a su riqueza y el señor cura a sus misas, cantaría Serrat). Solo para las familias de las víctimas: Guillermo Alonso, Juan Alejandro, Yohan Andrés, Robinson Arley, Wilson Fernando, Fausto Albeiro, Carlos Enrique, Fabio Alberto, Luis Arturo, Albeiro, Lázaro Antonio y Darío Horacio, en este caso, la memoria no pasa la página y el infortunio continúa. Ad infinítum.
Eso es lo que muy bien sabe el señor Amaya, de ahí la preocupación que confiesa. Al dolor que producen la muerte reciente de doce personas en el socavón, el aumento de huérfanos y viudas en el pueblo y el destino fatal que parece ser inexorable para los hombres de la Cuenca del Sinifaná, se le suma el deterioro social que, a pasos de animal grande, avanza por los cinco municipios que la componen.
El drama de La Cancha es solo la punta del iceberg de la situación de un grupo humano que se desarrolla en la oscuridad de las minas, con muy pocas o ninguna alternativa, en medio de una calidad de vida que deja mucho que desear y, lo más triste, con un futuro tan negro como el carbón. Amarrado al carbón, mejor dicho. Por eso es que, hablando en buen castellano, el alcalde está encartado. Y convencido de que si no aprovecha estos momentos de efervescencia y calor, en los que los gobiernos departamental y nacional se están dejando ver, para obtener apoyos reales que permitan reconstruir el tejido social de las bocas de las minas hacia afuera, a Amagá no solo se la va a tragar la tierra –en sentido literal–, sino que se le va a acabar su gente. Una Comala como la de Juan Rulfo, a 36 kilómetros de Medellín, es lo que menos se necesita ahora en el suroeste antioqueño. Más que literatura (y/o carbón), lo que allí hace falta son oportunidades y liderazgo.
Etcétera: En Las venas abiertas de América Latina –best seller de la crónica política de la década de los 70– Eduardo Galeano profundiza en la gran paradoja que constituyen trabajos como el de la minería del carbón: a mayor precariedad en la condición humana de los mineros y su entorno, mayor riqueza de los propietarios, los intermediarios y las multinacionales. Mayor desarrollo y civilización. ¿A costa del hombre?
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