/ Etcétera. Adriana Mejía
La prosa de María Cristina Restrepo es un manjar para cualquier lector. Lo mantiene atado de la primera a la última letra, qué más puede pedir un escritor. Y con este libro reciente –Verás huir la calma, biografía de Jorge Isaacs–, además de corroborar ese ingrediente adictivo al que me refiero, vuelve a hacer gala de la rigurosidad histórica con la que enmarca todas sus obras y de la determinación con la que se sumerge en el alma de los personajes; no hay rincón que no escudriñe y no revele.
Comencé a leerlo y, cuando llegué a la página 59, me di cuenta de que si alguien me preguntaba de qué trataba ese comienzo, me hubiera quedado muda. Tan absorta estaba con la plasticidad de las palabras y las frases. Volví a arrancar, entonces, con todas las de la ley y de un tirón, hasta que con dolor, y por cuenta del punto final, me separé del entorno de ese hombre extraño que por varias horas fue también el mío (ahora sí, pregúntenme lo que quieran, ¡vaya si lo conozco!).
Y eso que de Isaacs nunca me había interesado saber más allá de la María que tanto me aburrió en el colegio y en la universidad, y cuya relectura ya había chuleado de por vida. Pero después de la biografía de MCR –que con el perdón de los críticos y hasta de la propia autora, encaja mejor en la narrativa y la creación de una novela– considero, hoy día, la posibilidad de darle una tercera oportunidad (qué vaina, con lo nutrida que está la lista de los “por leer”).
Y digo que es una novela antes que una biografía porque quien salió a recibirme desde la primera línea no fue el narrador encorsetado y ajeno que desgranaría página por página una mazorca de fechas, acontecimientos, nombres, etcétera –importantes sin duda, asépticos sin duda–, sino Felisa González, la mujer que siempre amó a Jorge Isaacs. Lo amó, lo soportó, lo extrañó, lo amó, lo cuestionó, lo respetó y lo amó.
A ella, a la Felisa a quien María Cristina le da vida –una esposa típica de la Colombia provinciana del siglo 19: abnegada, silenciosa, segundona, paridora, pueblerina, avejentada y perfectamente anodina, en la pluma de algún biógrafo de oficio–, le debemos lo poco o mucho que acabamos apreciando a su marido: un hombre triunfador y fracasado al mismo tiempo; sensible y duro; entrañable y lejano; trabajador e iluso; familiar y mundano; afortunado y salado; agradable e insufrible; escritor, poeta, periodista, político, guerrero, minero, comerciante, finquero, explorador…, testigo de primera mano de un período fundamental en la historia de Colombia.
Un hombre que parafraseando a Bolívar cuando dijo a Santander: “Usted es el hombre de las leyes y yo, el de las dificultades”, bien hubiera podido decir: “… y yo, el de las contradicciones”. Un hombre tan terco como polifacético y valeroso (y valioso). En términos coloquiales: un hombre que el país no supo apreciar –¡qué raro!– y un marido que muy pocas de nosotras, por no decir ninguna, quisiera tener. Excepción hecha de Felisa, a quien María Cristina puso a sentir hasta el final mariposas en el estómago.
He aquí una evidencia: “A pesar de las continuas separaciones, a pesar de la rabia y la impotencia, me hace feliz saber que soy la mujer junto a quien Jorge ha vivido más tiempo. Ahora puedo amarlo libremente, sin sospechar que añora a otras… Le he perdonado todo: la soledad, la distancia, los sueños irrealizables, los fracasos, sus aventuras. Me siento orgullosa de él, de lo que ha hecho por el país, por la literatura, por nosotros. Siempre supe que algún día Jorge sería del todo mío. Ese momento ha llegado…” (p. 420).
Etcétera: No creo en la existencia de la literatura femenina, como dicen muchos. La literatura –la buena literatura, obvio– es una sola, no importa el género de quien la escriba. Pero sí suelo percibir un “no sé qué” en la pluma de muchas mujeres que, si bien no hace su producción mejor o peor que la de muchos hombres, sí la hace diferente. Verás huir la calma, imperdible.
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