Un homenaje al libro Vocabulario paisa y algo más…, de Mario Velásquez Sierra, y a todas esas palabras y expresiones que aprendimos de nuestras abuelas.
Así es que habría que hablarles a todos los aspirantes que cuelgan como murrapos del racimo de las candidaturas presidenciales: a calzón quitao. A ver si dejan de parecer aprendices de lucha libre, si es que de verdad quieren ser elegidos. Manejar un país tan complicado y lleno de matices no se consigue pataleando ni insultando ni prometiendo imposibles ni creyendo que los colombianos -que la mayoría de los colombianos-, nos acercamos a las urnas con espejitos. Pónganse serios, qué desaliento.
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Pero no es la carrera por la Casa de Nariño, el tema de esta columna, buena noticia. Es el recuerdo diáfano de las tías abuelas que todos tenemos o hemos tenido. Entrañables, protectoras, consentidoras…
Sofi y Carli –siempre en ese orden- se llamaban las mías. Un par de viejitas –creíamos que habían salido de un cuento- que vivían en una pequeña casa de la Calle Bolivia, un parque recreativo para sus sobrinas nietas. Nos dejaban jugar sin condiciones. Sofi, la mayor, de pelo canoso recogido en moña, nos aseguraba que había consagrado sus manos al Corazón de Jesús –nosotras, convencidas- y se la pasaba cosiendo en una mecedora, mientras comía confites de a dos en dos –“uno solo no sabe, lindita”- y celebraba, desde su esquina, nuestros desmanes. Carli, la pipiola, se teñía el pelo de negro azabache y era la que llevaba las riendas y volvía a poner las cosas en su lugar; cocinaba delicioso y nos perseguía, escaleras arriba y abajo, con un plato de colada maicena y astillas de canela, “para que embarnezcan, linditas”. Las dos hablaban rarísimo, usaban un vocabulario y unas frases que no entendíamos. (Al crecer, nos dimos cuenta de que eran castizas como El Quijote y costumbristas como Frutos de mi Tierra).
Me acordé de las señoritas Escobar –así las llamaban las vecinas- porque llegó a mis manos Vocabulario paisa y algo más…, un libro bellamente editado, de manera independiente –ya va por la tercera edición-, en el que su autor, el abogado Mario Velásquez Sierra, recopila palabras, dichos, avisos de carretera, letreros de fondas, nombres curiosos que han sido característicos de Antioquia y la que fuera su zona de influencia: el Eje Cafetero, Tolima, el norte del Valle. Un buen trabajo de investigación bibliográfica, testimonial y presencial –al apéndice de la pandemia sí le falta sazón-, que cae como un bálsamo en medio del rifirrafe permanente que tiene a Colombia con los pelos de punta.
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De ahí salió el título de esta columna y salieron también muchas carcajadas al ver reflejadas a las tías en cualquier página que abriera: acabose, armatoste, desguarambilao, enquimbao, dolordecaballo, domingosiete, cosiampirar, cutupeto, corotos, empetacar, jonjoliar, perendengue, perchudo, dechao, embuchao, tiringuistinguis… ¡Almas benditas del purgatorio!; a lo hecho, pecho; al caído, caele; ándate con ese manto a misa; volador hecho, volador quemao; ¡coja destino!; upa, pues; tiene más plata que mi Dios paciencia…
Casi 400 páginas que se dejan leer de una sentada.
ETCÉTERA: La niñez de muchos de nosotros está ligada, sin duda, a la presencia llenadora de las tías abuelas. Gracias a Velásquez Sierra por invitarme a mirar hacia atrás para sentir de nuevo el olor de la canela en rama. (La magdalena de Proust, ni más ni menos).