/ Jorge Vega Bravo
Estuve viendo, con una mezcla de nostalgia y alegría, unas fotografías en blanco y negro de la infancia y la adolescencia, tomadas por la cámara checa de mi padre y tuve un chispazo en la consciencia: tengo una historia, tengo una biografía. El ser humano puede narrar su biografía porque tiene un Yo, un nivel de existencia que afirma: yo soy, yo padecí paperas junto a mis siete hermanos, yo tuve una maestra gorda y cariñosa que se llamaba Gabriela, yo disfruté corriendo tras una pelota; en fin, yo tengo un pasado y un presente. La biografía describe al hombre como un ser temporal cuya existencia discurre, transcurre, se modifica, se abre y se cierra, empieza y termina. No podemos escribir la biografía de un árbol o de un animal: su desarrollo no es individual. “Una de las limitaciones de la medicina moderna, consiste en ver al hombre como una imagen momentánea, como una fotografía” (Fintelmann). Si prestamos atención al discurrir temporal del hombre, a su biografía, podremos comprender mejor el sentido de la enfermedad. Un buen ejercicio en el primer encuentro con un paciente consiste en explorar esa dimensión temporal y mirar la enfermedad actual como un hecho que está vinculado a la totalidad del ser y a su historia.
Invito a colegas y pacientes a buscar vínculos entre amigdalitis de la infancia, apendicitis y hepatitis. Estos tres procesos –o dos de ellos– suelen estar presentes en pacientes que consultan por migrañas o por dispepsias con reflujo. Si uno lo mira a la luz de la biografía, encuentra un hilo conductor de impactos sobre el hígado.
R. Steiner retomó una ley observada por antiguas tradiciones: el ser humano tiene un desarrollo evolutivo que se articula en ciclos de siete años. En los primeros septenios construimos nuestra identidad y nos liberamos de aspectos heredados. A partir de los 21, cuando el yo desciende a su encuentro con la corporalidad, luchamos contra nosotros mismos y vamos descubriendo el hilo conductor de la vida que se teje entre el destino y el sentido (estas dos palabras tienen las mismas letras). En la tarea de superar las fuerzas de la herencia y de encontrarnos a nosotros mismos, la enfermedad juega un papel esencial. “La enfermedad aporta sentido, la enfermedad puede ser vista como una resistencia necesaria para la individualidad” (Ibíd.)
Con esta perspectiva, el acto médico no se debe dirigir a combatir la enfermedad (medicina de los anti) sino a acompañar el proceso, a descubrir el sentido, el para qué de la enfermedad. El objetivo final no será suprimir la enfermedad sino acompañarla e inducir procesos de transformación. Veo con frecuencia en los pacientes con cáncer, que aunque no es posible curar lo corporal, sí es posible replantear aspectos de la existencia para sanar el alma y conquistar la verdadera identidad.
La enfermedad humana está llena de retos, símbolos y signos, de metáforas y procesos. Si recuperamos al artista, al observador que hay en cada médico y en cada enfermo, tendremos una aproximación humana a este fenómeno que nos mueve el piso (in-firmus), que nos llena de preguntas, que nos saca del rincón de la comodidad. Con énfasis en la dimensión biográfica de la enfermedad, cierro este ciclo de siete columnas sobre el tema.
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