/ Álvaro Navarro
Por lo que tuve la oportunidad de experimentar a fines del año pasado, cuando visitamos a Sídney, parecería ser que el éxito de un restaurante está más vinculado con la calidad de la comida que sirve y del servicio prestado, que con la del sitio donde está localizado. La historia fue así: un día sábado nos preguntaron si tendríamos inconveniente en ir a almorzar -durante cuatro horas- a un restaurante situado en un sitio inhóspito en medio del campo. La oferta nos pareció muy interesante y la aceptamos inmediatamente.
El restaurante, que solo recibe con reserva previa, se llama Berowra Waters Inn, está localizado a unos cincuenta kilómetros al norte de la ciudad y situado a la orilla de la quebrada Berowra, que más que una quebrada es un ancho río que unos kilómetros más abajo desemboca al mar. Hay tres caminos para llegar: el hidroavión o el yate privado para los más románticos y con amplias posibilidades de bolsillo, y la carretera para los otros, que son trasladados por un ferry que los recoge en la orilla del río, a la hora acordada con anterioridad; obviamente nuestro grupo pertenecía a esta última categoría.
A través de un largo muelle se llega desde la embarcación a un hall en la planta baja de una construcción, el que lleva a una escalera que conduce al salón principal del restaurante y que mira al río desde el segundo piso. El salón, decorado sobriamente, cuenta con mesas rectangulares o cuadradas, cubiertas con inmaculados manteles blancos de algodón de la mejor calidad. El restaurante tiene cabida para unos cuarenta comensales.
Al entrar, la encargada del salón nos saludó, verificó que tuviéramos la reserva correspondiente y nos presentó al mozo que nos atendería durante el almuerzo, un joven italiano que estaba viviendo en Australia para practicar el inglés; los dos nos condujeron a la mesa que nos habían asignado y a continuación desplegaron sendas servilletas grandes, también de algodón e inmaculadamente blancas, las que doblaron y extendieron sobre nuestras rodillas, que en caso de caer al suelo son reemplazadas con otras nuevas. Cada puesto, preparado con vajilla blanca de porcelana, copas de cristal Riedel para vinos tinto y blanco y agua, y cubiertos finos de la mejor calidad.
A continuación del aperitivo Aperol, siguió el almuerzo propiamente dicho, compuesto por una suite de siete platos: jurel del pacífico, calamar y pepino; trucha de océano, leche ahumada y dashi; gnocchi, zuchini y parmesano; de pollo con soubise de nueces de macadamia; costilla de res braseada con anchoas y trigo; queso de cabra, miel, avellanas y pera; helado Tropicana No. 2, café y petit fours. Los vinos seleccionados para acompañar fueron, en su orden: Beurrot 2012, Pinot Gris (Australia); Whispering Angel, vino rosé de Provenza (Francia); Chardonay de Aziza 2012 (Australia); Morandina Valpolicella 2011 (Italia) y para los postres Royal Tokaji 2011 (Hungría). Después del café, Armagnac Comte de Lamoine de 1979 y Marc de Bourgogne de Simon Bize & Fils de 1983.
El desarrollo del menú y la dirección de la cocina fueron obra del chef Brian Geragthy; cada plato contó con su propio sabor, el que combinaba armoniosamente con el siguiente. Como dije al principio: ¡un almuerzo delicado e inolvidable!
Una anécdota para el final: en la mesa vecina se acomodó una pareja muy elegante que llegó en hidroavión; ella asiática, seguramente de Indonesia; él, australiano. Comían y conversaban animadamente hasta el momento del postre, cuando hubo un movimiento especial de todos los camareros, quienes llevaron a la mesa un hermoso plato decorado que decía: “¿Te quieres casar conmigo?”, frase que acompañaba un anillo de diamantes; ¡fue un momento de sorpresa y alegría para todos los que estábamos allí!
Gracias, queridos Chino y Andy, por esta maravillosa invitación.
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Buenos Aires, julio de 2014.
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