/ Jorge Vega Bravo
La enfermedad humana ha sido mirada desde muchos puntos de vista. Varias culturas la asociaban con fuerzas sobrenaturales y otras la concebían como castigo de los dioses. Para los griegos, la enfermedad era una alteración ligada a procesos físicos y meteorológicos en relación con los cuatro elementos y los cuatro humores. En el siglo 19 se consolidó la visión pragmática, materialista y científica del proceso de enfermar: “Es necesario estudiar los cambios de la célula dentro del tejido de un órgano, para poder comprender la enfermedad” (Virchow, 1858). Desde entonces, la Medicina se ocupa del proceso de la enfermedad con una visión patogenética: qué hace que el hombre enferme, qué cambios produce la enfermedad, cómo la combatimos. La medicina antroposófica –a partir de 1920– y A. Antonovsky –en 1979– plantean un modelo salutogenético que se pregunta cómo nos mantenemos sanos.
Estar enfermo es un estado y a la vez un proceso. Cada día nos enfrentamos a un proceso de desgaste –estar conscientes y despiertos–, el cual puede conducir a la enfermedad si violamos los ritmos y excedemos los límites. En la noche se da un proceso de recuperación y sanación que mantiene el equilibrio. Como lo dijo M. Girke, “en el día enfermamos, en la noche sanamos. Los procesos vitales de mantenimiento, crecimiento y regeneración se despliegan lejos de la conciencia y están vinculados con el sueño. En épocas culturales antiguas ocurría la sanación del hombre en el sueño del templo”.
Cada enfermedad importante del ser humano nos ubica en la cercanía y el pensamiento de la muerte y nos remite al mundo interior. Aparece la pregunta por el verdadero ser humano y se abre un camino de desarrollo interior que parte del “conócete a ti mismo”. Una enfermedad grave resquebraja los apoyos externos, replantea la importancia del éxito y del fracaso y nos señala el camino hacia la verdadera esencia del ser humano. Ya lo dijo Angelus Silesius: “Hombre, hazte esencial, pues cuando el mundo perece, la contingencia cesa, la esencia perdura. Las fuerzas anímicas del hombre experimentan una enseñanza completa a través de cada enfermedad”.
Es necesario trabajar internamente para no quedarse en pensamientos que se repiten, plenos de preocupación, que debilitan la organización vital y no conducen a nada. R. Steiner habla de un olvido positivo, que no es represión ni subestimación ilusoria. Es un trabajo de la voluntad dirigido al sentido de la enfermedad y al deseo de transformarla. Aquí el papel del médico es fundamental para acompañar esa voluntad de vivir. “En la relación médico–paciente, la voluntad interior del médico para sanar, despierta en el paciente la voluntad de sanarse” (Girke). Qué difícil cuando esto falta, y qué frecuente en la actualidad.
“Luz y sombras caracterizan el estar enfermo. Es enorme el lado de las sombras, expresado en el dolor y el sufrimiento; oculto y encubierto por la sombra, se desarrolla el fruto de la enfermedad, el lado de luz interior” (Girke). Se trata de llegar a una mirada madura del sentido de la enfermedad, que solo es posible desde el yo superior. “Tú, sabiduría de mi yo superior/la que sobre mí despliega sus alas/ y me conduce desde el principio/ a lo que es mejor para mí” (C. Morgenstern).
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