/ Etcétera. Adriana Mejía
Ahora que usamos la “reconciliación” como un estribillo en cualquier conversación, acudo al Diccionario de la RAE y encuentro: “Reconciliación: acción y efecto de reconciliar”. “Reconciliar: volver a las amistades, o atraer y acordar los ánimos desunidos./ Confesarse, especialmente de manera breve o de culpas ligeras”. Confesarse… (Un paréntesis aquí, en honor de las mejores niñeras que conocí: las tías abuelas a las que tantas canas sacamos; entre otras cosas porque nos moríamos de la risa cada que hablaban con esas palabras en desuso que no conocíamos. Una de ellas era “reconciliación”. Se chantaban sus cachirulas y salían disparadas como dos flechas en tacones ñatos, calle Bolivia abajo, “para podernos reconciliar antes de la misa, linditas”. Cuán castizas eran ellas y cuán inaguantables sus sobrinas nietas).
Atraer y acordar los ánimos desunidos… Ahora sí, a lo que vinimos.
No entendemos el significado pleno de “reconciliación”, no porque desconozcamos su definición, sino porque la acomodamos a conveniencias particulares. Si alguien se tiene que reconciliar es el otro, nunca yo, pensamos. Como soy de los buenos…, y jamás he usado un arma… Seguro que no, tal como las conocemos, con balas y gatillo. Pero es que hay armas que aunque no disparan ni matan físicamente, sí pueden hacerlo de otras maneras igual de letales. Hasta más peligrosas, incluso, por lo subrepticias.
Las que utilizan los explotadores, los ventajosos, los indiferentes, por ejemplo; las que utilizan los humoristas cuando pretenden hacer reír a costa del dolor de los demás; las del matoneo, tan comunes en ámbitos estudiantiles y laborales, y en las redes sociales; la agresividad con la que se suele controvertir, incluso en círculos muy exquisitos de la intelligentsia criolla; la violencia para celebrar, aunque aquí con los triunfos de #MiSelecciónColombia ha triunfado también la alegría; la bajeza con la que los políticos se promocionan, la campaña electoral que acaba de terminar es una vergüenza histórica que hará poner colorados a nuestros descendientes… Y así.
La cuestión de fondo es que la manoseada “reconciliación” no es solo entre las víctimas y los victimarios que con estos cincuenta años de conflicto han entapetado la geografía nacional. Con ellos también. Y para lograrla existen iniciativas del tipo de Reconciliación Colombia, conformada por distintos estamentos de la llamada sociedad civil, con el fin de jalonar “un proceso de reflexión y acción hacia la recuperación y reconstrucción de la confianza, el empoderamiento de los grupos sociales, el restablecimiento de los derechos, el resurgimiento de las tradiciones y la creación de oportunidades a quienes han querido cambiar, entre otros” (www.reconciliacioncolombia.com). Sin partir de cero, existen ejemplos concretos y con nombres propios de que la página de la violencia se puede pasar, reemplazando la venganza por la cooperación, al mejor estilo Mandela. Sí es posible y, además, arroja excelentes resultados en el ánimo colectivo y en la productividad. Y puede llegar a ser tan contagiosa como los sinsentidos de la guerra. Solo que necesita de una gran puesta en común para ser visibilizada. La cuestión es que la “reconciliación” también es entre usted y yo, los vecinos y los demás. Lo mismo que el desarme, que tanto nos desvela.
Si no desarmamos los espíritus, las lenguas afiladas, las palabras tóxicas…, ya nos podemos desgañitar exigiendo la paz, para que la consigan los negociadores en la mesa o los soldados en el monte y nos la traigan en bandeja. No llegará, o, si llega, no durará. ¡Que el posconflicto nos coja reconciliados!, dirían las tías.
Etcétera: En este momento, según estudio realizado por diversas entidades para la Alcaldía, Medellín tiene un 53 por ciento de condiciones propicias para lograr la reconciliación; casi las mismas que para no lograrla. Así que de nosotros depende la inclinación de la balanza.
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