“Lo real siempre va más allá de lo que podamos imaginar”, escribía Paul Auster en uno de sus libros, y esto fue lo que nos sucedió recientemente cuando estuvimos en unas cortas vacaciones en un rincón de la Patagonia.
Anualmente -desde 1993- vamos de vacaciones a un lugar de ensoñación: Cholila, en la provincia de Chubut, población localizada dentro de un amplio e imponente valle de cordillera, cercado por altas montañas y cruzado por el Carrileufu, un río de aguas transparentes que provienen del deshielo de montañas limítrofes con Chile.
Cholila está 200 kilómetros al sur de la ciudad de San Carlos de Bariloche, con la que se comunica por medio de una muy buena carretera. En su recorrido atraviesa un paisaje imponente compuesto por campos de ganado, montañas, ríos y chacras (fincas pequeñas) que producen la mejor y más famosa fruta fina de Argentina. Es, además, la puerta de entrada del imponente Parque Nacional Los Alerces.
En esta visita estuvimos para el cierre de la temporada de pesca de truchas, la que cada año se extiende desde el primero de noviembre hasta 30 de abril. Nunca habíamos ido para el fin de temporada, y fuimos recibidos por el otoño en todo su esplendor, el otoño más hermoso que he visto en mi vida. Déjenme que les explique porqué.
En Patagonia casi no hay contaminación del aire, por lo que este es muy diáfano y permite ver con claridad a muchos kilómetros a la redonda. El azul del cielo es más pálido que el de nuestras montañas. Para estas épocas la temperatura baja bastante durante las noches, lo que generalmente trae algunas heladas matinales y precipitaciones de nieve en la cima de la cordillera; hacia abajo se pueden observar manchones de tierra, y luego plantaciones de árboles nativos o plantaciones madereras que para estos días ostentan diferentes gamas de rojos, terracotas y amarillos, salpicados con algunos verdes; en la base de la montaña se encuentran las aguas de los ríos o lagos de la zona, aguas transparentes que inician su recorrido hacia el mar desde deshielos de glaciares cordilleranos, lo que les da su color turquesa característico. ¡La paleta de colores es imponente!
Los días fríos de otoño e invierno invitan a permanecer cerca del fuego, leer, tomar una copa de un buen vino tinto y, por supuesto, a consumir las delicias de la cocina patagónica.
El día comienza con un buen desayuno compuesto por té o café acompañado con tostadas de pan de campo, mermeladas de fruta fina –frambuesas, cerezas, moras, calafates, etcétera- mantequilla y quesos duros de la zona. Al finalizar la mañana es normal disfrutar de un aperitivo acompañado de salamines, otros chacinados y quesos; luego sigue el almuerzo, en el que son los reyes la comida de olla (los estofados, o las lentejas con chorizo colorado, por ejemplo), una copa de buen vino tinto y un postre de frambuesas con crema que servirá para asentar, antes de pasar a una reparadora y merecida siesta.
Al atardecer, después de regresar de una caminada o de unas horas de pesca en el río o en el lago, un trago de whiskey y una picada antecederán una rica cena que seguramente contendrá una sopa de verduras o una pizza. En uno de los días de la visita se hace obligatorio un asado con corderito patagónico asado a la perfección, ¡acompañado de un buen Malbec!
Vacaciones inolvidables en medio de un paisaje de ensueño, ¿qué más se puede pedir?
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Buenos Aires, mayo de 2014
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