El rumbo de la educación debe ir hacia el florecimiento de lo humano en armonía con el entorno ecológico del que somos parte.
La educación es un proceso de formación. ¿A qué le da forma? Al ser humano, a la sociedad, a la cultura. Más precisamente: es un proceso de autoformación, pues la persona se moldea a sí misma usando las herramientas y los insumos que se le brindan, además de los recursos que individualmente encuentra y desarrolla. La educación –esto debe quedar muy claro– no adoctrina, libera. Pero ¿será que tiene alguna orientación? Por supuesto, no va a la deriva: tiene unos propósitos, vinculados a nuestra condición de seres humanos, que la guían a medida que avanza y que enfrentamos nuevos retos. Bien lo decía Cayetano Betancur: “Después de aceptar que la educación tiene fines y que sin ellos no se concibe adecuadamente, la determinación de esos fines se vincula al problema del destino mismo del ser humano”.
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Sí, pensar sobre el rumbo de la educación es pensar nuestro destino como sociedad y humanidad. Por eso, en el caso de la educación superior, los propósitos trascienden la acción profesionalizante para el trabajo. Ser humano es mucho más que ser profesional; sociedad es mucho más que institución o mercado. En la universidad se busca dar forma a personas íntegras que, desde sus acciones cotidianas –profesionales y personales–, contribuyan a forjar un mundo mejor. Y hoy, más que nunca, hay que reconocer que la educación requerida para construir ese mundo mejor debe abordar, además de los aspectos sociales y (tecno)económicos, los asuntos ambientales, pues la crisis ecológica avanza a una velocidad alarmante y nos arriesgamos a perder mucho de lo que como civilización hemos logrado (invito a ver el documental Romper los límites: La ciencia de nuestro planeta). Más aún: nuestra supervivencia (sobre todo una supervivencia con dignidad y con sentido profundo) depende de que seamos capaces de cultivar una mirada socio-ecológica a nuestra existencia y nuestro devenir, es decir, de educar bajo la premisa de que lo humano (y lo social, lo económico, lo tecnológico) y lo ambiental están estrechamente interconectados.
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¿Hacia dónde va (o debería ir) entonces la educación? Hacia el florecimiento de lo humano en armonía con el entorno ecológico del que somos parte. Ahí caben y se necesitan todas las disciplinas y perspectivas posibles: las humanistas, las sociales, las científicas, las tecnológicas. La acción transformadora en las instituciones educativas deberá ser integral y abarcar los currículos, las estrategias pedagógicas y didácticas, la gestión de las instalaciones, la cultura institucional y, no menos importante, la relación con la comunidad y el territorio del que hacen parte.