/ Bernardo Gómez
El capitalismo podría compararse con una vieja locomotora que va destruyendo y consumiendo todo a su paso, ruidosa y contaminante pero confortable. Inicialmente funcionaba a vapor y ha ido cambiando a la par con la evolución de la ciencia, sin dejar de utilizar y explotar los antiguos materiales que procuran su movimiento.
En ese tren se ha obligado a montar a cada integrante de la humanidad, cada hombre es al mismo tiempo pasajero y mobiliario, sin posibilidad de bajarse; cada sujeto está clasificado, catalogado y estratificado. Hay un vagón para cada segmento: uno para los gobernantes, de lujo –dicen–, sirven champán y whiskey; otro para los banqueros, empresarios, obreros, estudiantes e incluso para los antiguos comunistas que, al parecer, se han adaptado de maravilla. Este tren posee una sofisticada red inalámbrica y satelital; los vagones están siempre conectados y en milésimas de segundos se sabe lo que ocurre en cualquiera de ellos; la divulgación de la vida privada está al orden del día, la intimidad es algo público que se propaga y comparte.
Posee enormes centros comerciales, donde se practica el deporte de compra-venta y, para orgullo de los que allí subsisten, todos son campeones. Es un tren entretenido, hay casino, estadio, se hacen mundiales de fútbol, juegos olímpicos… Todo con el noble propósito de enaltecer el alma valiente del deportista y, claro, de llenar las arcas de los altruistas empresarios que han sacrificado su valioso tiempo organizándolo.
En este tren hay creyentes, ateos, matemáticos, científicos, cantantes, magos, hechiceros, marinos, militares, curas, maestros y hasta reos; se ha cumplido por fin el sueño revolucionario de la igualdad.
Inicialmente tenía una carrilera bien delimitada llamada democracia, y un destino: el bienestar de la humanidad, pero ha ido perdiendo el rumbo y el destino y su carrilera se ha ido acomodando a los caprichos y designios de aquella locomotora. El mercado es el maquinista y a la vez el titiritero de cada habitante de ese tren: dictamina qué se usa, se piensa y se debe sentir, cómo y cuándo sentirlo, pero, sobre todo, impone qué se compra, qué se vende, cómo, cuándo y dónde comprarlo y cómo, cuándo y dónde venderlo, no sin antes convencerlos a todos de que son los seres más libres del universo.
Y como si se tratase de una historia de terror, aquel siniestro maquinista y titiritero está detrás, en cada noticiero, en cada reality, en cada red social, anida en los catálogos de revista, en cada supermercado y aviso publicitario, en cada transacción, en cada resquicio de la vida humana y hasta en sus más íntimos sentimientos. Ese misterioso ser tiene un fatal defecto: no tiene cabeza y si hacemos un recuento del camino recorrido, la conclusión es preocupante: “avanzamos” no se sabe hacia dónde (a eso se le llama progresar) en un tren que posee un feroz apetito, pues a su paso destruye ríos, contamina océanos, tala árboles y compra conciencias, es tan veloz y ruidoso que no da tregua a las personas para pensar, contemplar el paisaje y cultivar el espíritu.
Un maquinista sin cabeza significa que no tiene cerebro, pues aunque fundamenta sus decisiones en complicados estudios que valen millones, no sabe pensar, ni a dónde va, ni tiene un plan; va hacia adelante simplemente porque así fue programado, es un robot sin alma, no tiene culpa porque es sólo un objeto, un mero engranaje puesto en marcha por el hombre, engranaje que sólo este mismo hombre, recobrando su cordura, tiene el poder de detener.
¿Cuánto tiempo tendrá que pasar antes de que aquellos pasajeros desprevenidos, indiferentes, hiperconectados, hiperconsumistas, por fin despierten del letargo y se den cuenta de que van en un tren sin rumbo? Arrastrado por una locomotora que conduce un maquinista sin cabeza y, lo peor, sin corazón.