Aunque soy una firme defensora de la tecnología, hoy quiero hacerles una invitación: renunciemos a los grupos de WhatsApp en el trabajo. Hago parte de 55.
Recuerdo el momento con indignación. Eran las 8 a.m., de un domingo. Era 2013 y los primeros rayos de sol comenzaron con un regaño virtual que incluía petición de respeto. ¿La razón? No haber dado respuesta a un mensaje de WhatsApp que había sido enviado a las 4 a.m. de ese día en el que se suponía debía descansar.
Esa fue la primera vez que me sentí miserable por tener WhatsApp y, más aún, por el hecho de pretender dormir el séptimo día de la semana.
Me gustaría decir que aquellas costumbres han cesado. Pero no es así. Quisiera afirmar que es el mundo periodístico el que trae estas necesidades acaloradas; tampoco. En estos seis años he experimentado diferentes experiencias laborales y en todas WhatsApp comienza como un inocente vehículo que tarde o temprano se convierte en un problema.
Fue por esta vía que tuve que enterarme de la muerte de Fidel Castro, de una bomba en el Andino, del accidente de Chapecoense y el Nobel a Juan Manuel Santos… Nunca hubo una llamada y siempre se pretendió una conexión 24/7 a ese teléfono inteligente que ya es una extensión de nuestro cuerpo. Somos cíborgs.
Pero la carrera por el uso indiscriminado de esta herramienta no cesa. Hoy pertenezco a 55 grupos de WhatsApp laborales y la cifra no incluye amigos, familia y causas. En todos transcurren momentos que van desde la simpatía, el mutuo elogio y los chistes hasta la toma de decisiones serias, los llamados de atención, resúmenes de reuniones y los acuerdos fundamentales.
Vivimos -me incluyo- una carrera a muerte por responder a tiempo cada uno de los mensajes. Por estar enterados de todo. Por no perdernos ni un detalle. Desconectarnos dos horas para ir al cine puede terminar siendo una costumbre indecorosa.
Dos sensaciones habitan en los últimos días mi mente. La primera ocurre cuando alguien dice enérgicamente: “¡Creemos un grupo de WhatsApp!”. Me he visto tentada a decirles que antes tengamos unas normas de convivencia, que no escribamos a deshoras, que si necesitamos algo importante llamemos. Pero, la tía odiosa que me habita termina por regañarme: “¡No seas tan mamona!”.
La segunda es un impulso salvaje de quererme salir de todos, acción que se debatiría entre lo poético y lo patético. Por ahora, confieso que cada que me agregan a un grupo de WhatsApp inmediatamente lo silencio.
¿Y si nos salimos todos? Tal vez podríamos volver a tener reuniones concentrados en un solo objetivo e incluso nuestras decisiones podrían rendir un poco más. Cabe la posibilidad de que podamos volver al debate de las ideas e incluso a esa extraña costumbre de mirarnos a los ojos cuando decimos cosas importantes.
Cuando se creó WhatsApp seguro fue con una buena intención; pero, hemos sido nosotros quienes hemos construido la costumbre esclavizante. También podemos crear reglas y normas que nos ayuden a entender en qué momento debemos usarlo.
La mejor tecnología es la que nos ayuda a ser más humanos, pienso, mientras me atormenta la idea de estar escribiendo esta columna durante una hora, tiempo en el que no he mirado mi celular. Una figura perfecta de la ironía.
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