Estoy escribiendo esta columna mientras me alisto para llegar a tiempo a un plan inusual: un concurso de Stop en un bar. Sí, ese mismo juego que marcó tantos recreos de colegio, vacaciones y paseos familiares. Un juego que, sin necesidad de pantallas, nos obligaba a pensar, a reírnos, a discutir apasionadamente si “queso” era o no un animal. Mientras lo escribo me doy cuenta de que, sin haberlo planeado, este plan resume algo más profundo: poco a poco estamos volviendo a lo análogo, a lo simple, a la esencia.
Crecí, como muchos de mi generación, en un mundo que conoció la tecnología como una visita ocasional, no como un huésped permanente. Tuvimos infancia sin internet y adultez hiperconectada. Soy parte de esa microgeneración a la que llaman los xennials, esos que sabemos usar un cassette y una story de Instagram con la misma naturalidad. Vivimos la transición: de la máquina de escribir al correo electrónico, del teléfono de disco al celular, del Atari a la Play Station. Nos acostumbramos a mirar el mundo a través de pantallas, pero algo en el fondo siempre extrañamos mirarnos a los ojos: la complicidad de una mirada, el valor de una carcajada real, sin emojis o stickers, o revivir una anécdota que no quedó grabada en ningún celular.
Durante años, como tantos, supe de la vida de las personas que quiero gracias a Facebook primero y luego a Instagram. Me enteraba de matrimonios, nuevos bebés, separaciones, ascensos y viajes con solo deslizar el dedo. Era cómodo, rápido, pero también impersonal. Ahora, sin embargo, noto una tendencia que me genera curiosidad: cada vez más amigos deciden salirse de las redes, o al menos tomarse un respiro. Algunos me cuentan que lo hacen para recuperar tiempo, otros porque sienten que todo se ha vuelto una competencia de apariencias. Borran aplicaciones, cierran perfiles, y de repente me doy cuenta de que, a pesar de que yo soy muy activa en redes y subo todo lo que me gusta, si quiero saber cómo están mis amigos, tengo que escribir, llamar, coordinar un café. Volver a la antigua.
Y en ese regreso descubro algo que habíamos olvidado: la importancia de la conversación sin filtros, de la risa en vivo y en directo, de las anécdotas que solo ocurren cuando nos encontramos. En un mundo saturado de notificaciones, reacciones y me gusta, hay algo revolucionario en jugar Stop, en jugar golosa, en compartir un juego de mesa. Porque jugar no es solo para niños; es un acto de presencia, una manera de reconectarnos con la parte de nosotros que sigue creyendo que el tiempo puede detenerse un rato. Recuerdo, por ejemplo, esas tardes en las que con un trompo o un yoyo se nos iba la vida entera, sin mayor tecnología que nuestras manos y un pedacito de calle.
La tecnología, claro, no desaparecerá. Y no debería. Nos ha dado herramientas maravillosas y un acceso al conocimiento sin precedentes. Pero quizás estamos aprendiendo —tarde pero a tiempo— a no dejar que nos devore. A equilibrar. A volver a ver a los amigos en carne y hueso, a dejar notas hechas a mano, a desempolvar juegos de infancia.
Me aferro a la esperanza de que los niños que están naciendo hoy sabrán navegar ambos mundos: el de las pantallas y el de los juegos del barrio. Que sabrán usar la tecnología para aprender y crear, pero también sabrán disfrutar de un Stop, un chicle americano, una tarde de escondidas o una competencia de canicas. Porque, al final, los juegos de siempre no solo entretienen: desarrollan motricidad, creatividad, empatía y, sobre todo, nos devuelven el regalo más escaso de todos: el tiempo compartido.
Volver a lo análogo no es retroceder. Es recordar que la felicidad no siempre necesita Wi-Fi. A veces basta con un tablero de Stop, unas hojas de colores o un simple “te invito a un café” para volver a sentirnos humanos en toda la extensión de la palabra.