/ Gustavo Arango
Lo evidente permanece inadvertido. Pasamos nuestros días activando mecanismos, manipulando botones y mirando pantallas con gestos fascinados, pero todo eso lo hacemos con el piloto automático.
Pensemos en las manos, esas partes del cuerpo que parecen tener vida e inteligencia propias. ¿Cuántas veces nos hacemos conscientes de todo lo que hacen, de sus destrezas y sus danzas, de su obediencia de soldados y de su vehemencia de tiranos? Tras millones de años de privilegiada diferencia, nuestros dedos pulgares se han visto obligados a hacer piruetas nuevas, a doblarse aparatosos para escribir en teclados, a bailar con el índice para cambiar el tamaño de una imagen.
Pensemos en el rostro. Vemos el mundo transcurrir en las pantallas y nos sentimos menos solos. Seguimos ausentes lo que pasa, sin hacernos conscientes de los miles de gestos: del apretar de labios, del arrugar del ceño, del abrir intrigado de los ojos. Todo eso podría seguir inadvertido si no aceptáramos la terrible invitación que nos hacen los que hicieron Visitantes, un grupito de maestros con espíritu de monjes medievales.
Tardé en ser capaz de dar la bienvenida a esa película. Lo primero que vemos es el rostro de un gorila mirando hacia la cámara con gesto de desdén interesado. La imagen es eterna. Muy poco es lo que pasa: solo el mirar pensativo de ese rostro de nariz enorme y hundida, un leve movimiento de los ojos y una música lenta. Después vi la geografía desierta de la luna, fachadas de edificios que parecen monolitos y otros rostros mirándome, con gestos milimétricos, fascinados y ausentes, como si me entendieran y juzgaran. La primera vez que intenté ver Visitors me ganó la impaciencia. Aceleré la imagen para ver lo que seguía, pero entonces no podía escuchar aquella música que me sonaba familiar. Decidí darme por vencido. No podía saber lo que me perdía.
Pero el viernes pasado tenía el ánimo apropiado. Me senté en el sofá dispuesto a aceptar lo que esos rostros y paisajes tuvieran para decirme, y aquí estoy, tratando de expresar lo inexpresable. Cuando uno observa un objeto por mucho tiempo ocurren cosas extrañas: hay un momento en que se siente estar viéndolo por primera vez. Cuando uno mira sus manos y siente que nunca antes las había observado, hay una mezcla de horror y de sorpresa. No es casualidad que los bebés vivan fascinados por esas arañas que nos siguen a todos lados. Cuando uno mira un rostro y siente que lo observa por primera vez, hay algo que se estremece en las cavernas del alma. Cuando sientes que el rostro que observas también te está mirando, terremoto y eclipse sacuden las entrañas.
Al final, superado el estupor, pude allegar alguna información: el director –Godfrey Reggio– y el músico –Philip Glass– son los mismos de Koyaanisqatsi. Así entendí por qué Visitors me recordaba tanto a esa película que hace treinta años nos cambió a muchos la manera de ver el mundo. Godfrey no es un director comercial. En treinta años sólo ha hecho cuatro películas. Cuando joven fue monje y la actitud contemplativa es evidente en su trabajo. También es evidente su intención de obligarnos a pensar –o mejor, a sentir visceralmente– nuestra relación con el mundo y con la tecnología.
Visitors dura 84 minutos y solo consta de 74 tomas. Tardó más de diez años en llegar a su forma final. La elaboración de este espejo aterrador y fascinante fue una lenta y devota búsqueda expresiva. Pocos serán los que puedan apreciarlo. Exige un gran coraje mirarse en ese objeto y descubrir que solo somos unos simios culpables y asustados.
Oneonta, marzo de 2015.
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