/ Gustavo Arango
Era justo y acertado que el evento editorial más importante del país celebrara la vida y la obra de Gabriel García Márquez: el muchacho de provincia que se salió del molde y que dejó una obra y un legado que perdurarán por siglos. De todos los países invitados a la Feria del Libro de Bogotá –en sus ya veinticuatro versiones– , ninguno como Macondo había creado tanto revuelo, ninguno había logrado que la gente sintiera tan suyo el homenaje.
Muchas son las cosas buenas para destacar. Quizá no sea la menos importante el hecho de que el homenaje en la feria estuvo a cargo de personas del Caribe. La participación de un crítico serio como Ariel Castillo Mier garantizó que no se quedara aspecto de la vida de García Márquez sin explorar. La gallera como escenario de tertulia fue un acierto. Pero las críticas no se hicieron esperar.
El espacio destinado a la muestra era demasiado grande y todo lo que se hiciera allí corría el riesgo de quedar empequeñecido. Por eso los reproches capitalinos resonaron puntuales: que las filas, que la recocha, que el desorden, que la gallera, que las vitrinas como de colegio, que las campanas debajo de las cuales se podían escuchar los relatos. Era natural que criticaran. Una vez más el Caribe estaba poniendo en evidencia su sobreabundancia creativa, esta vez en la casa misma de los que por siglos se han creído dueños de la cultura y la literatura colombiana. La escena recordaba el episodio de Cien años de soledad en que los habitantes de Macondo salían a conocer su propio pueblo, invadido por las novedades que vinieron con la fiebre del banano.
El mejor homenaje editorial también estuvo a cargo de la gente del Caribe. El gestor cultural Álvaro Suescún y la editorial Collage Editores se lanzaron con una colección de seis libros dedicados a distintos aspectos de la obra del nobel. Ahí apareció un libro póstumo de Jacques Gilard, a quien tanto le debemos por la recuperación de la obra periodística de García Márquez. Hay viejos clásicos, como el estudio con que García Usta abrió las puertas para la revaloración de la experiencia cartagenera de Gabo. Hay miradas frescas de Julio Olaciregui, Gustavo Tatis y Joaquín Mattos Omar.
Pero, con todo y los aciertos, la sensación general es de saturación. Tienen razón los que expresan sus dudas sobre el efecto real que homenajes de estas proporciones puedan tener en el aumento de lectores de García Márquez. Es posible que la insistencia en sus virtudes, en su condición de clásico, de autor imprescindible, aleje de sus libros a varias generaciones. Es la misma distancia que se ha creado en torno a la obra de Cervantes. Ya pocos recuerdan que el Quijote es en esencia un libro muy divertido.
Tampoco hay que pensar que multitudes pintando mariposas amarillas o repitiendo títulos sean augurio de mejores tiempos para la educación y la cultura nacional. No hay que ir muy lejos para comprobar que detrás de la celebración de los libros perdura un desdén general por la lectura. Los organizadores mismos de la feria dieron muestras repetidas de no ser buenos lectores. A José Eustasio Rivera lo pusieron Eustacio y a nadie se le ocurrió corregir el error. Una alta directiva de la Feria del Libro describió a Pilar Ternera como una “seductora”. Como si eso fuera poco, uno de los programas más destacados de la Feria, Leer las mujeres, proclamó a los cuatro vientos que sus organizadores no saben para qué sirven las preposiciones.
Bueno ha sido celebrar a García Márquez y al Macondo que es solo un episodio de su obra literaria. Demasiado bueno, tal vez, para ser del todo cierto. Queda la sensación de que después de tanto estruendo empieza oficialmente el olvido al que este pueblo de espejos acostumbra condenar a aquellos que se señalan con sus méritos.
Oneonta, mayo de 2015.
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