Ahora que empieza a abrirse de nuevo el mundo para los viajes, es oportuno prepararnos para la experiencia de convivencia que significa viajar en grupo.
Viajamos por motivos varios: por curiosidad, por aventura, por cultura general, para ampliar nuestros límites. Pero también viajamos para reforzar nuestra capacidad conciliadora, para enriquecernos de los otros, para tomar buenas lecciones de tolerancia y respeto por la diferencia, para aprender que no somos el ombligo del mundo, para reconfirmar que nuestra verdad no es única, sino sólo una de las versiones.
Le puede interesar: ¡A puebliar se dijo!
Entonces, y a pesar de que suene un tanto extraño, viajamos para llenarnos de humanidad, para intentar ser mejores seres humanos. Creemos abandonar un poco a los nuestros y lo que estamos es en un curso intensivo para regresar más lúcidos e inteligentes en la relación cotidiana con ellos. Todos y cada uno de nuestros viajes “nos quedan puestos”, por dentro y por fuera. Porque nunca seremos los mismos después de cada una de esas emocionantes y fuertes experiencias.
De cada uno de nosotros depende el “regresar vírgenes, o no” -de un viaje que es tanto interior como exterior-. Me refiero a la importancia de no desaprovechar ni un minuto. Llenarnos los ojos, el corazón y la mente. Conversar todo lo posible y con el mayor número posible de viajeros para volver “ricos” con sus miradas, sus impresiones, sus emociones. El monocromático de nuestra visión del mundo se torna policromía y el lente normal de nuestro ojo personal se transforma en teleobjetivo y gran angular.
Agudizar la escucha de todos los sentidos es un tipo de orquestación que se va alcanzando cuando aprendemos a amalgamar buenos libros, buenas conversaciones, buenos viajes, sin dejar muy lejos la geografía, la gastronomía, el placer de los buenos tragos. Si suena muy mundano y sibarita, de eso precisamente se trata: de gozar y hacer del viaje una fiesta y una experiencia inolvidable. Si no es para eso que salimos de casa, no valen la pena las incomodidades, las pequeñas adversidades, los cambios de horarios, de rutinas y de dietas alimentarias. Es por todo lo anterior que no tememos a la afirmación contundente de que los viajes son una auténtica y verdadera experiencia cultural para afinar la mirada.
Le puede interesar: Medellín: ¿una ciudad turística?
Para un viaje delicioso y placentero es muy importante la actitud de desenfado. El buen humor es la mejor defensa contra cualquier tipo de adversidad. La risa estimula la endorfina beta en el cerebro y nos hace más creativos para resolver situaciones inesperadas…
Viajar en grupo tiene una ganancia maravillosa de respaldo, seguridad, tranquilidad, comodidad, pero vale la pena recordar que nuestros niveles de autonomía e independencia se tocan de alguna manera. En las decisiones que se toman debe prevalecer el bien común y la adaptabilidad se vuelve muy valiosa.
Es hermoso aprender, poco a poco, a viajar juntos, acompañándonos sin invadirnos y teniendo a buen recaudo la precocidad con que juzgamos a los otros, sin piedad, con toda la arrogancia y el descaro, sin conceder el favor de la duda. Un antiguo adagio chino nos previene: “Somos amos supremos de nuestros silencios y esclavos permanentes de nuestras palabras”.
El ser humano comunica en un 90 % con lo no verbal y sólo en un 10% con el lenguaje verbal. Por tanto, vale la pena advertir del cuidado que debemos tener mientras viajamos, con el tono de la voz, los juicios, los prejuicios, las suposiciones, las expresiones faciales. Porque es una verdad de a puño que a la inmensa mayoría no nos molesta lo que nos dicen, sino el tonito.
¡A viajar, pues!