Por: Gustavo Arango
Hace como quince años yo vivía en Cartagena y empezaba a preguntarme, con monótona insistencia, lo que haría con el resto de mi vida. Había llegado a esa ciudad y a su periódico siguiendo las huellas de García Márquez, había tenido la suerte de escribir un libro sobre los inicios del Nobel en ese diario y sentía que ese ciclo se estaba terminando. Está bien que un escritor joven quiera seguir los pasos de sus maestros, siempre hay gente que abre caminos y gente que sigue luego esos caminos, pero sentía que me había llegado la hora de hacer mi propio camino.
Por esos días regresé a mi primera novela, interrumpida para escribir el libro sobre García Márquez, y mi vida transcurría entre el periódico, la escritura y unas clases en la universidad. La idea de marcharme se empezaba a gestar. Un día llegó al periódico un anciano de canas revueltas y piel enrojecida que buscaba al editor del Dominical. Su nombre era Florian Smieja y su español era correcto y matizado por vocales enfáticas. Dijo que me quería saludar y felicitar, porque en la última edición del suplemento había aparecido un bonito homenaje a una compatriota y amiga suya, la poeta Wyslawa Szymborska, que acababa de recibir el Nobel en Estocolmo. Nos hicimos amigos de inmediato. Florian era polaco, enseñaba literatura hispánica y polaca en la Universidad de Toronto y estaba pasando vacaciones en Cartagena con su esposa. Como le quedaban un par de días de vacaciones, volvimos a vernos para hablar de lo divino y lo humano. Un día, sentados en la arena frente al mar, le hablé de mis problemas para terminar la novela y me dio unos consejos que me ayudaron a salir del atolladero. Le hablé de mis columnas con seudónimo y me propuso que inventara el personaje de una anciana para escribir mis opiniones. Me habló de literatura polaca y de un escritor en particular, Zbigniew Herbert, que en su opinión era uno de los mejores poetas contemporáneos.
Así conocí a Herbert. A las pocas semanas me llegó un sobre con las traducciones al español que Florian había hecho de algunos poemas de Herbert. Eran unos poemas intemporales, ingrávidos, espacios sagrados donde el alma vivía aventuras de proporciones épicas. Hablo aquí de poemas que los lectores tal vez no conocen y quizá no lleguen a conocer, a menos que los periódicos recuperen esas maravillosas secciones de poesía que tenían algunos diarios del pasado. “El regreso del procónsul” es una reflexión sobre las hipocresías de toda sociedad, en especial cuando hay intereses y ambiciones de por medio. “Informe de la ciudad sitiada” es la historia de toda sociedad acorralada por violentos, donde los “niños juegan a matar y cuando duermen sueñan con sopa, pan y huesos”. Hay allí versos memorables, como el que le gustó a Hernán: “Nada nos quedará si perdemos las ruinas” o ese otro que no deja de fascinarme: “Y sólo nuestros sueños no han sido humillados”. Pero lo curioso es que el origen de los versos de Herbert que más me han impactado sigue siendo para mí todo un misterio. En otra carta que me llegó luego, Florian citó a Herbert para animarme a dar por concluida mi novela: “Te salvaste, no para vivir, tienes poco tiempo, has de dar el testimonio”. Nunca he encontrado el poema del que esos versos forman parte, pero esas pocas líneas que me regaló Florian Smieja le dieron rumbo y sentido al resto de mi vida. Hace años perdí contacto con mi amigo. En la Universidad de Toronto no supieron darme noticias. Dónde quiera que estés, Florian, viejo amigo, quiero que sepas que te estoy eternamente agradecido.
Oneonta, septiembre de 2011. Medellín, agosto de 2011.
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Unos versos de Herbert
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