Según el estudio, a 150 personas las distinguimos con detalle; a 50 las invitaríamos a nuestra casa; a 15 les daríamos o pediríamos ayuda, y solo cinco forman nuestro círculo más íntimo.
Un amigo me explicó por qué los grupos primitivos se dividían después de alcanzar un número mágico: la capacidad del cerebro solo permite que tengamos relaciones sustanciales con 150 personas. Volví a tener noticia del estudio en una película donde un terapeuta le explicaba a su paciente las cifras de la vida: 150 son las personas que distinguimos con detalle, 50 son las que invitaríamos a nuestra casa, quince son aquellas a quienes daríamos o pediríamos ayuda, y solo cinco las que forman nuestro círculo más íntimo.
Las cifras son aproximadas. Mi vida de errabundo, profesor y periodista hace que el círculo exterior sea populoso. Alguna vez hice una lista de personas con quienes tuve encuentros significativos, para tratar de escribir sobre cada una, y no me fue difícil recordar más de quinientas. En mi caso, los círculos estrechos son más desiertos: muy pocas personas conocen mi casa, he aprendido a arreglármelas más o menos por mi cuenta y, quizá porque crecí oyendo el poema de Garrick, en el círculo más íntimo suelen ser más los muertos que los vivos.
He pensado en la relación de estos números con el hecho de que ahora uno pueda tener miles de “amigos” en las redes sociales. Hay efectos evidentes: la gente se vuelve borrosa y es solo una masa imprecisa que prodiga la droga de los likes. También hay consecuencias que podemos llamar beneficiosas: seguimos en contacto con personas lejanas en el tiempo o el espacio. Entre mis amigos virtuales hay algunos que no veo desde el bachillerato. Hace poco supe que hay personas que recuerdan mi paso por la ciudad de los crepúsculos.
Buena parte de mi vida afectiva convive allí en las redes de manera civilizada. Pero hay algo que no deja de darme vueltas: los desaparecidos. A las cifras del estudio les faltan las personas que siguen influyendo en nuestras vidas aunque no sepamos de ellas.
Entiendo que la humanidad entera no está ni tiene interés en ser parte de esa escandalosa multitud que son las redes sociales. Pero eso no evita que me agobie mi incapacidad para encontrar ciertas personas que fueron definitivas. Un día traté de buscar a un amor adolescente y comprobé que me olvidé de su apellido y que no había amigos comunes que me pudieran conducir a ella. Luego busqué al vecino que me contagió la pasión por el fútbol –íbamos al estadio antes de que abrieran las puertas, para sentarnos junto a la banca del Nacional–, pero su nombre es muy común y tampoco pude encontrarlo. Tuve en quinto de primaria un compañero, dos o tres años mayor, que soñaba con ser escritor y que me hablaba emocionado de la novela que estaba escribiendo. He querido encontrarlo para decirle lo mucho que le debo, pero es como si se hubiera esfumado después de cumplir su misión en este mundo. He perdido para siempre a una mujer a la que no supe amar y a cuyo lado imagino que la vida habría sido más sencilla. Las presencias multiplican las ausencias y, a medida que más busco, es más lo que hace falta en esta tribu que ya empieza a poblarse de nostalgias.