Una de las iglesias que tiene Siberia organiza ventas de libros y cosas viejas. Así encontré una hermosa máquina portátil Smith Corona. Dirán que deliro, pero la máquina me dijo “Llévame”.
Hace un cuarto de siglo compré mi primer computador. Acababa de ganar un premio de periodismo que me ayudó a escapar de la prehistoria y, cuando puse a funcionar aquel hermoso aparato, me sentí el protagonista de una película futurista. “Te jodiste, Tolstoi”, pensé mientras tecleaba mi primera página virtual.
La tecnología no era nueva para mí. En 1986 había empezado a escribir mi primer libro en mi “pterodáctilo” –una pesada máquina de corresponsal de guerra cuyos tipos volaban por el aire como espadas– pero escribí el final en los computadores recién adquiridos por la universidad. Las ventajas eran innegables: ahora uno podía corregir errores y ensayar variaciones, sin tachones y sin tener que transcribir toda la página. Cinco años después, en El Universal de Cartagena, viví la transición desde las máquinas hacia unos aparatos tan avanzados que señalaban errores y sugerían sinónimos.
Mi sueño de hacer literatura cobró aliento con mi primer computador. Organicé en semanas el primer libro de cuentos que no tuve que publicar con dinero propio. Emprendí la escritura de mi primera novela. Pude soltarle la rienda a esa grafomanía que ha hecho posibles los casi treinta libros que ya salieron y los que están en camino.
La sofisticación de ese aparato –o mezcla de aparatos– ha sido vertiginosa. Lo que en principio se llamó ordenador, computador o computadora ha devorado lo que encuentra a su paso. Suplantó las calculadoras y las máquinas de escribir. Desplazó el correo –las cartas, los telegramas–, el teléfono y las cámaras de fotografía y de video. Devoró los periódicos, la radio, la televisión y, al hacerlo, permitió que cada individuo se convirtiera en emisor. En el camino también devoró libros, diccionarios, enciclopedias: bibliotecas enteras. Se ha vuelto sustituto de la vida social y amenaza con tragarse el alma de la gente y convertirla en una serie de conductas predecibles y quizá manipulables.
Es difícil pensar en nuestras vidas sin esa ruidosa plaza pública en la que el mundo está interconectado. Cualquier pendejada que se nos ocurra podemos divulgarla en cuestión de segundos. Muchos empiezan a hablar de lo que ocurre –y lo que viene– como si fuera el apocalipsis. Pero pienso que, con todo y los peligros, nos está quedando despejado un amplio espacio para ejercer la libertad. Solo hace falta voluntad para desconectarnos.
Una de las iglesias que tiene Siberia organiza, cada seis meses, ventas de libros y cosas viejas. Vivo pendiente del anuncio y, el jueves pasado, madrugué a llenar dos bolsas de libros que me costaron lo que cuesta un almuerzo barato. Ya me marchaba a casa cuando decidí mirar un poco más. Así encontré una hermosa máquina de escribir portátil, Smith Corona, fabricada hace cincuenta años y todavía sin estrenar. Ustedes dirán que deliro, pero suelo sentir que las cosas me hablan. La máquina me dijo “Llévame” y ahora está aquí con actitud de reina de la casa. Esa noche empecé a escribir una novela que solo se publicará –si se publica– después de que me muera.