Hace dos años me hizo metástasis en ganglios linfáticos un cáncer de tiroides que me había dado 6 años antes, y del que pensé me había curado para siempre. Cuando me dieron el diagnóstico, creí que me iba a morir. Ya era mamá de dos: Cristóbal, de 2 años, y Antonia, de apenas 6 meses. Y es que los hijos lo hacen a uno el más valiente y el más cobarde a la misma vez.
Peleé con mi cuerpo, con mis papás, con mi esposo, otra vez conmigo misma, y hasta terminé peleando con Dios, si es que existía en ese momento donde yo no le veía sentido a nada.
El tratamiento de este tipo de cáncer, diferente al de la mayoría, constaba primero en una cirugía de cuello para sacar los tumores, y luego en una terapia con yodo radioactivo. Recuerdo con ilusión cuando las enfermeras antes de la operación me hablaban de la recuperación, porque yo, en el fondo, sentía a veces que esa no llegaría. Y recuerdo con terror la cicatriz que me quedó cuando salí del hospital. No quería que mis hijos la vieran. ¿Cómo les iba a explicar esto?
También le puede interesar:
No me quitaba las bufandas ni para dormir, hasta que un día Cristóbal me preguntó: “Mami, ¿por qué no te quitas eso?”. Sentí que el corazón se me iba a salir del pecho. ¡Estaba sintiendo vergüenza frente a mi propio hijo! Las lágrimas que se me acumulaban en los ojos me hacían un nudo en la garganta, que casi no me dejaba respirar. Pero con la valentía más grande que he tenido en la vida, desenredé el pañuelo de mi cuello y le mostré mi herida.
- ¿Te duele? -me preguntó.
- Un poquito -le dije.
- A mí me parece muy bonita. No te la tapes.
Cuando una pregunta es difícil es porque la conversación es necesaria, y los niños hacen las mejores preguntas. Durante la yodoterapia yo debía estar aislada por 15 días (¡háblenme de confinamiento!). Como familia, evaluamos todos los escenarios: desde decir que la mamá se iría de viaje, hasta mandar a los niños con los abuelos para la finca. Sin embargo, pensando en el crédito que les debo a mis hijos, porque ellos entienden mucho más de lo que nos imaginamos, decidí contarles la verdad. Yo no me iba de viaje. No me iba feliz. No iba a traer regalos de vuelta. Y pensé que si Cristóbal y Antonia en el futuro iban a recordar algo sobre esto, yo quería que recordaran una mamá que, a pesar del miedo y la angustia, había enfrentado las situaciones duras con mucho amor y con mucha creatividad para darle la vuelta a tantos sentimientos agobiantes.
“A mi mamá le van a poner una inyección tan dura que no nos va a poder ver en mucho tiempo”, les decía Cristóbal a sus profesoras. “A ella no le va a doler porque es muy fuerte. Pero cuando yo sea grande voy a ser doctor para curarla”.
Luego de mis dos semanas de aislamiento, volví a casa y sí traje un regalo: una mejor versión de mí misma. Una versión que me permite sanar todos los días sin juzgarme, porque hay días buenos y otros no tan buenos (y esos, también, están bien). Una versión que no les pone etiquetas ni género a los sentimientos y que permite que mis hijos sientan y aprendan a manejar lo que sienten. Una versión que ve la magia en lo ordinario y no en lo extraordinario, porque esa es la vida misma.
También le puede interesar:
Otros columnistas de opinión en Vivir en El Poblado