/ Gustavo Arango
Como los pecados hay que confesarlos, reconozco que fui un lector apasionado de las novelas de Hermann Hesse. Cuando tenía trece o catorce años, alguien a quien no le guardo rencor me sugirió que leyera Demian y la lectura tuvo efectos perdurables. Esa historia de personajes oscuros y pájaros simbólicos se acomodó impunemente en las estructuras de mi ser. La identidad incierta que tenía en aquel tiempo se sintió especial y a gusto encarnando ese relato de secretos destinados a unos pocos elegidos.
Tardé poco en meterme en otros libros del alemán. La primera versión que tuve de la vida de Buda era la que Hesse había ofrecido en su novela, Siddartha. Hice mía la soledad rencorosa del lobo estepario. He olvidado qué pasó en Bajo la rueda, pero tenía un sabor similar. No es de extrañar que Hesse haya sido el tema de uno de los primeros artículos de prensa que escribí. Estaba empezando en la universidad y aquel texto ha sido uno de los poquísimos que he escrito a dos manos. Lo hice con una novia esotérica que en aquel tiempo me tenía embobado. Ahora sé que escribí aquel elogio para seducir a la muchacha. Ya empezaba a notar algo sospechoso en la manera como los adolescentes se apasionaban por Hesse.
El golpe de gracia lo dio Julio Cortázar. En una entrevista para La voz de Alemania, Cortázar volvió añicos las novelas de Hesse. Le habían pedido su opinión para un homenaje, pero es imposible pensar que su respuesta haya servido para algo. Lo llamó truculento y mentiroso, burguesito ciego, reforzador de individualismos en un mundo donde lo más necesario era la solidaridad. Para resumir, y traducir al lenguaje de nuestro tiempo, para Cortázar la obra de Hesse era el otro ingrediente que habría que echar en la licuadora, al lado de Paulo Coelho, para obtener un jugo de Harry Potter. Desde entonces, nunca más he vuelto a leer a Hesse; aunque cargue a cuestas la tara de creerme a veces especial.
Pero como siempre me han interesado las vidas de los escritores, incluso las de aquellos que no leo, he seguido buscando información sobre su vida. Lo curioso es que al hacerlo me encontré con una historia que podría hacer de Hesse un escritor muy popular entre lectores de la tercera edad. Era sólo una frase. Estaba en otro de mis libros favoritos, Cien autores contemporáneos, de la chilena Lenka Franulic (Ercilla, 1952). La primera vez que la encontré tuve que devolverme a releer. Confieso que no he visto esa historia en ningún otro lado. Dice Lenka que al cumplir setenta años Hermann Hesse se había cansado de escribir y se dedicó a la música, la pintura y el estudio de la magia china. En aquel tiempo el escritor era tan popular como una estrella de rock. Su cartero sufría de dolores de espalda. Pocos días después de recibir distinciones honorarias de dos universidades alemanas, Hesse fue detenido y llevado a la cárcel. Había sido acusado y condenado por usar la magia china para seducir a una muchacha. No deja de enternecerme ese episodio casi siempre escamoteado en su biografía. Se me antoja que esa anécdota perdida de su vida es la mejor historia de Hesse.
Oneonta, agosto de 2012.
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