/ Carlos Arturo Fernández U.
Frente a la obra de Fernando de Szyszlo (Lima, 1925) se siente un impulso casi inexplicable de entrar en ella. Quizá sea apenas una intuición pero, en cualquier caso, es algo distinto a lo que se percibe frente a un simple cuadro colgado en la pared.
La exposición Una América llamada Szyszlo, que actualmente presenta la Galería Duque Arango en El Poblado, es una oportunidad excepcional para aproximarse a la obra de uno de los más reconocidos artistas latinoamericanos desde mediados del siglo 20, desarrollada a lo largo de toda su vida con una gran coherencia. Szyszlo ha insistido siempre en unas propuestas que considera fundamentales e irrenunciables o, lo que es lo mismo, trabaja en la creación y apertura de un mundo poético que se descubre como subyacente al plano de lo circunstancial; un mundo poético donde quiere descubrir su identidad y la del mundo americano. El de la Duque Arango es un conjunto de pinturas de los últimos años, e incluso de los últimos meses, lo que las convierte en la mejor manera de percibir la fuerza y rigor que el artista mantiene al llegar a sus 90 años de vida.
El impulso a penetrar en los cuadros es una sensación muy distinta de la que busca gran parte del arte de la segunda mitad del siglo 19 y casi todo el 20 que se dedicó de manera programática a reivindicar que el cuadro es, ante todo, “un cuadro”, es decir, una superficie plana desarrollada a través de estructuras, líneas o manchas de color. El cuadro fue entonces efectivamente un plano bidimensional que no quería tener relación con aquella especie de ventana ilusoria, abierta sobre el mundo, que fue la pintura occidental a partir del Renacimiento y hasta hace poco más de cien años. Lo mismo que frente a otros asuntos, en la crítica de la perspectiva el arte de las vanguardias se caracterizó por el rigor de sus posiciones que con frecuencia planteaba como indiscutibles; sin embargo, también fue constante en el siglo 20 la presencia de artistas dispuestos a buscar alternativas en todas las discusiones imaginables, más allá de la mera contraposición.
Quizá en aquella sugerencia de entrar en ella que nos hace la pintura de Fernando de Szyszlo radica su dimensión más tradicional pero, al mismo tiempo, su búsqueda más intensamente contemporánea. Puede decirse que volvemos aquí a la pintura como espacio y no como mera superficie, pero que ese cambio se produce desde un punto de vista que es el de una mirada antropológica del ser humano y no como mero recuerdo o reedición de un pasado irremediablemente perdido.
Aunque la historia del arte parece estar regida por un incesante retorno a elementos del pasado, la obra de Szyszlo demuestra muy bien que nunca se regresa al mismo lugar ni a los mismos problemas anteriores; se trata mejor de un movimiento en espiral que retoma las preguntas de siempre pero que lo hace cada vez desde otro punto de vista. En otras palabras, cuando la obra de Szyszlo se niega a limitarse a la pura dimensión de un cuadro, no está simplemente regresando al polo opuesto de la ventana de la perspectiva. Porque Fernando de Szyszlo no nos invita a asomarnos a una ventana que nos permita ver un mundo que forzosamente es virtual, “ancho y ajeno”, sino que nos impulsa a entrar en él y, por tanto, a vivir allí, porque ese mundo es el nuestro, es decir, es el ámbito de nuestra identidad.
Por supuesto, frente a las pinturas de Szyszlo habría que preguntarse también de qué manera nos impulsa a entrar en ellas, qué instrumentos utiliza y, lo que es más importante, qué sentido puede tener todo esto.
Cabe señalar, en primer lugar, que la pintura de Fernando de Szyszlo se despliega en un contexto abstracto que, sin embargo, mantiene vínculos con una especie de figuración latente. Frente a las manifestaciones más rigurosas de los primeros artistas abstractos de comienzos del siglo 20, que se limitaban a formas geométricas o a manchas informes de color, apareció ya desde ese momento la posición de quienes creían que el sentido de la realidad no estaba en la lógica matemática ni en el puro caos sino en una razón de ser que solo es accesible a través de la intuición poética. En la obra de Szyszlo nunca ha habido figuras que reproduzcan las apariencias de las cosas, pero siempre están presentes unos elementos que generan un ámbito de interés y una pregunta espontánea por su marco de realidad. Contrastes de oscuridad y de colores brillantes; espacios abiertos donde creemos descubrir horizontes lejanos, o miradas puntuales que nos obligan a sentirnos cerca de lo pintado; muchas veces elementos verticales que la cultura nos inclina a mirar como figuras; y, no menos importante, títulos que contribuyen a mover nuestra sensibilidad: “Paracas”, “Trashumantes”, “Mesa ritual”, “Sol negro”. Y, por supuesto, la pregunta es obvia: ¿qué es todo esto?
Pero, adicionalmente, Fernando de Szyszlo comprende que el acceso a ese mundo de la intuición poética no puede ser el resultado de una lógica formal. Por eso, aquí no cabe la perspectiva geométrica tradicional (aquella ventana para asomarnos a un mundo ajeno) sino que es necesario buscar un camino donde el mismo artista se despoja de la pretensión de acotar y explicar racionalmente la realidad. Lo que surge entonces al crear sus obras es un ámbito de sugerencias sensibles, aquel espacio poético al que nos invita a entrar, en el que no se prometen aclaraciones sino contrastes, anhelos, preguntas, movimientos vitales. Y, por eso, la poética surrealista será siempre su mejor brújula para buscar una realidad diferente, por encima de la realidad habitual.
Es en ese nivel superior de lo real donde, al fin de cuentas, el hombre que es Fernando de Szyszlo y nosotros que entramos en sus obras podemos preguntarnos de dónde venimos, quiénes somos y para dónde vamos. Nunca ha habido preguntas claras ni, mucho menos, respuestas definitivas. La identidad del ser humano y, por supuesto también la de América Latina, solo existe en la pregunta y en la conciencia de no tener soluciones absolutas.
Para Fernando de Szyszlo no basta con pintar un cuadro porque lo que él quiere es descubrir un mundo: justamente, como dice la muestra de la Galería Duque Arango, “una América llamada Szyszlo”.
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