De su recorrido por India, Carlos Arturo nos comparte sus impresiones. El artista indio se basa en la posibilidad de superación de lo puramente sensorial como camino para acceder a la auténtica sabiduría, dice.
Desde la remota antigüedad, la India ejerció una fascinación irresistible sobre todos los pueblos que, de una manera u otra, se aproximaron a ella, bien fuera por intereses políticos y económicos, por razones filosóficas y religiosas, por la belleza de su geografía o por el esplendor de sus culturas.
País de riquezas incalculables, de cuyas entrañas parecían brotar como por arte de magia las más espléndidas piedras preciosas, pero también con una agricultura extensiva y sostenible que posibilitaba la estabilidad de la vida social, y un pensamiento que, a pesar del poderío de la región, se mantuvo siempre al margen de aventuras imperialistas. Es una fascinación que ha atravesado los milenios y que continúa afirmándose en el presente: se dice a veces que la India es, ella misma, un “universo” pero quizá sería más exacto pensarla como un “multiverso” cultural.
El arte como forma de meditación
Recorrer la India hace que caigamos en la cuenta de la precariedad de muchas de nuestras ideas. Nos obliga a pensar acerca de los problemas estéticos de una manera diferente y percibir algo que los historiadores del arte saben hace ya muchas décadas: que nuestra mirada tradicional, que va del mundo antiguo hasta las vanguardias artísticas del siglo XX, es extremadamente limitada, basada en teorías que, en el mejor de los casos, solo pueden aplicarse al mundo europeo occidental. (No entremos a analizar aquí cómo esa visión del arte ha sido una imposición que desconoce también la cultura de América Latina).
Es cierto que existe hoy un arte contemporáneo en la India que, al igual que ocurre en casi todo el mundo, se vincula estrechamente con los procesos actuales del contexto internacional. Pero, a lo largo de al menos 2.500 años, campos muy amplios del arte indio vinculados con el hinduismo, el budismo y el jainismo siguieron criterios completamente diferentes a los occidentales.
De manera general puede afirmarse que el arte es una forma de yoga o de meditación que tiene la finalidad de posibilitar al artista y al observador creyente un acceso más directo a la iluminación, al nirvana o a la extinción en el Brahmán. No es una forma de expresión o manifestación subjetiva de un artista sino más bien un camino para borrar los límites de la individualidad a través del reconocimiento de los valores de la totalidad.
Un camino por la sabiduría
En un mundo en el cual todo es sagrado, las piedras, los metales y, en general, los materiales con los cuales se crean las obras están también cargados de divinidad: la selección del bloque del cual saldrá una escultura es resultado de un proceso de meditación y de prácticas rituales, lo mismo que ocurre a lo largo de la realización de la obra. No son ideas compatibles con la perspectiva eurocéntrica occidental en la cual se mantuvo siempre el reconocimiento de la habilidad técnica individual como condición del carácter artístico de un trabajo; a pesar de su perfección técnica, el artista indio no basa en ella su valor sino en la posibilidad de superación de lo puramente sensorial como camino para acceder a la auténtica sabiduría.
Pero el asunto no se detiene allí, pues la obra realizada, que es también una realidad sagrada, debe posibilitar el creyente observador superar los niveles de lo sensible y de lo individual; por tanto, no se trata aquí del disfrute de una experiencia subjetiva y sensorial sino, más bien, de una forma de meditación que permita la conexión con el todo. De aquí se desprende que la obra debe mantenerse perfecta y completa y, por tanto, incluso en el caso de obras muy antiguas, su conservación implica no solo una restauración constante sino también a veces completas reconstrucciones que eviten que la meditación de todos quede entorpecida por las huellas que el tiempo puede ir dejando en las imágenes.
Y cuando la imagen divina se mutila y ya no sirve para la meditación, cuando pierde su realidad esencial, entonces sí, paradójicamente, se convierte en algo similar al arte occidental: en un objeto destinado a ser visto y experimentado estéticamente.
Un mundo insólito que nos obliga a descubrir que existen muchas otras maneras de entender el arte, distintas a las que habitualmente creemos que deben ser aceptadas por todos. En síntesis, una llamada a la apertura del pensamiento.