Como no sé si al morir tendré tiempo para balances y gratitudes, he adquirido la costumbre de apreciar y agradecer lo vivido cada vez que lo recuerdo. No me siento orgulloso del sitio donde me vinieron al mundo, ni agradezco haber nacido tan bruto; pero comparto con Platón el honor de haber vivido en tiempos de un gran hombre y que nuestras vidas se hayan cruzado. He hablado en otros lados de lo que significa que García Márquez me haya leído, que sus comentarios hayan sido favorables, y que se haya robado una copia de Un ramo de nomeolvides, el libro que escribí sobre sus inicios. He hablado también de las conversaciones que tuvimos cuando escribía ese libro y del privilegio de escucharlo durante tres días seguidos, durante un taller de periodismo narrativo. Pero no he hablado mucho de algunas de las inquietudes que me quedaron después de esos tres días.
El taller fue en Barranquilla, en diciembre de 1997, y García Márquez no paró de hablar día y noche sobre el oficio, sobre su vida y sobre sus relaciones con gentes principales. En medio de todo aquello dijo sin mucho énfasis que el cuento que más le gustaba era uno de W. Somerset Maugham, titulado P.O. Explicó que el título eran las iniciales de una compañía de navegación que hacía grandes cruceros al Oriente. Contó que era la historia de un magnate inglés que se fue a alguna de esas islas remotas, Sumatra, o algo así, y que el magnate había vivido durante treinta años con una especie de plan para el futuro en el que cada detalle estaba cuidadosamente calculado: “En tal momento hago esto, en tal otro momento debo tener tanto dinero y no trabajo más y me voy a vivir a una isla”. Cuando el magnate se retiró, se embarcó, tomó el mejor camarote de la P.O., se vistió, fue al bar, pidió un whisky, y al beber el primer trago le empezó un ahogo. Al tercer día el barco estaba comunicándose con todo el mundo, pidiendo remedios para el viejo. “Para mí, ese cuento es un peso pesado”, concluyó García Márquez aquella vez en Barranquilla.
No diré que pasé casi veinte años buscando ese cuento, pero decirlo no estaría lejos de la verdad. Desde aquella mención de García Márquez, presté atención a Maugham. Me hice amigo de su estilo elegante y lleno de sutilezas. Leí biografías y entrevistas. Supe de las intrigas que le escamotearon el Premio Nobel. Me familiaricé con la vida y la obra de ese autor brillante al que el tiempo no le está haciendo justicia. Pero, aunque no perdí ocasión de hojear los índices de sus libros, nunca había podido encontrarme con P.O.
Lo irónico del caso es que siempre estuvo cerca de mí, aquí mismo en mi casa, en una maravillosa colección titulada Los mejores cien cuentos del mundo, publicada en Nueva York, en 1927, por la editorial Funk and Wagnalls. Como decía el difunto Eco, la biblioteca personal debe estar llena de libros por leer. Aquella colección la había comprado en un mercado de las pulgas por menos de lo que cuesta un almuerzo. La tenía en reserva para que me sorprendiera alguna tarde en que estuviera abierto a las sorpresas. El sábado pasado andaba desempolvando los lomos de mis queridos libros viejos, cuando me dio por abrir y mirar el índice de uno de los volúmenes de la colección. Ahí encontré a “P. & O.”. Hablaré de sus virtudes dentro de dos semanas. Por lo pronto les diré que lo curioso era que estaba en un volumen dedicado a cuentos sobre mujeres.
[email protected]