La foto registra un equipo de baloncesto de El Poblado en 1932. Punto de partida para una reflexión sobre deportes, sobre equipos, apoyos y reconocimientos, sobre la mujer.
Las conquistas feministas están llenas de retrocesos. Parecieran moverse al ritmo de esas marchas en las que un paso hacia adelante es seguido de dos para atrás. Acabamos de presenciar las injusticias cometidas con las mujeres futbolistas de la selección Colombia, en una historia que por fin se supo, dado que era un secreto a voces que el fútbol femenino es tratado como plato de segunda mesa. Lo cual viene a ser todavía más absurdo si tenemos en cuenta que en lo que toca a deporte, las mujeres en Colombia lo han logrado todo.
Basta recordar a María Isabel Urrutia, a Mariana Pajón y Caterine Ibargüen. Y para volver al fútbol, en 2018 el Atlético Huila ganó la Copa Libertadores. Y para seguir con el baloncesto –que es a lo que nos remite la foto que acompaña este texto– también el año pasado el equipo femenino nacional ganó el oro en los juegos Suramericanos, en los Bolivarianos, y en los Centroamericanos y del Caribe.
Quizás, si pusiéramos el ojo en otros deportes encontraríamos casos similares, aunque es difícil saberlo porque a los medios solo llegan los de siempre.
Pero eso es salirnos del tema; volvamos a lo esencial: los retrocesos. Esta foto es de 1932 y muestra el equipo de baloncesto femenino del Club Campestre. En el mundo restrictivo de entonces la práctica deportiva fue un espacio que, extrañamente, pudieron ocupar las mujeres con cierta facilidad. Al menos en contextos de élite se les ve a menudo practicando tenis, golf y natación. Y baloncesto, como en esta foto. ¿En qué momento lo echamos para atrás y decidimos que lo femenino no era suficientemente ágil, rápido y fuerte?