Fue preciso convencerse de que uno no soñaba, para saber que era verdad que ese hombre pisoteaba indiferente la cabeza de un indio, que se apoyaba sobre ella como si fuera una pelota.
A comienzos de este año, un paseo familiar por España nos condujo a la región de Extremadura e insistí en que teníamos que ver la Medellín a la que debe su nombre la ciudad donde nacimos casi todos los que íbamos en el auto.
Visitar ese lugar era uno de esos propósitos desganados que uno va acumulando sin pensar seriamente en realizarlos. Sabía que era un pueblo pequeño, cuyo mayor orgullo era haber sido la cuna de don Hernán Cortés. Pude morir sin haberlo visitado. Pero un aviso en la carretera despertó el espíritu de aventura y los demás accedieron al desvío de quince kilómetros para sumar ese lugar a sus conquistas de turistas apurados.
Casi todo es bonito en Medellín de Extremadura: el estrecho puente de piedra por el que se accede al pueblo, las casitas como de pesebre, las milenarias ruinas del teatro y los baños romanos, las iglesias antiquísimas y el enorme castillo medieval amurallado que corona la colina. Los viajeros sentimos una curiosa forma del orgullo cuando vimos en la fachada de la alcaldía una placa que vino desde la otra Medellín, un mensaje de gratitud y de hermandad con motivo de su tricentenario.
El día era bonito, soleado. Había en todo el grupo un espíritu festivo. Pero la dicha se nubló cuando miramos con detalle la estatua que se erige en el centro de la plaza. Allí estaba don Hernán Cortés, muy elegante, con bandera, crucifijo y espada, casi más imponente que el castillo a sus espaldas. Fue preciso parpadear con rapidez, convencerse de que uno no soñaba, para saber que era verdad, que era un hecho, que ese hombre pisoteaba indiferente la cabeza de un indio, que se apoyaba sobre ella como si fuera una pelota.
Aquello me dejó desconcertado. “¿Cómo es posible que hoy en día exista y se tolere un monumento semejante?”, pensé. Sentí que solo un mundo enfermo podía permitir que esa celebración de la crueldad siguiera en pie. Entonces comprendí que todo aquello no es cosa del pasado.
El monumento a Hernán Cortés no solo conmemora unos crímenes remotos que la historia intenta justificar. También es una prueba ostentosa y arrogante de que prácticas como esa siguen vivas, son la norma. Poco ha cambiado en cinco siglos. Para no irnos muy lejos, en el país de los colombios una organización criminal, acostumbrada a disfrazar sus infamias con palabras correctas (seguridad, democracia), casi ha conseguido tomarse el poder, dominar sus tres ramas. Amparada en su carácter oficial, despoja, mata, comete toda clase de atrocidades. Sus asesinos también han jugado fútbol con las cabezas de sus víctimas.