En nuestra portada, una instalación realizada en 2021 por el artista Diego Díaz, maestro en Artes Plásticas de la U de A.
Durante muchísimo tiempo las obras de arte no tenían título; bastaba con el reconocimiento del tema que presentaban, a veces reforzado por el contexto en el cual se desarrollaba la obra. Los títulos aparecieron tardíamente, cuando los artistas empezaron a crear obras que no correspondían a un encargo previo, sino que buscaban la manifestación de su propia manera de entender el arte y la realidad: sin un contexto que le permitiera ubicar, por ejemplo, el tema histórico representado o el interés que lo había llevado a pintar un objeto, el artista empezó a recurrir a un título que lo aclarara.
De manera genérica podría decirse que ello ocurrió hacia la segunda mitad del siglo XVIII. Y entonces, los museos y los estudios de historia del arte, que se desarrollan en esa misma época, empezaron a nombrar las obras del pasado como un recurso indispensable para que el público, que de forma cada vez más masiva se aproximaba a las obras, pudiera identificarlas.
En todo caso, muchos de esos títulos eran una mera descripción obvia de lo que aparecía en la obra. Por eso, en el marco de las Vanguardias artísticas del siglo XX se pensó con frecuencia que eran inútiles e incluso perjudiciales, porque contaminaban la experiencia visual de la obra con elementos literarios o anecdóticos que se consideraban irrelevantes. Y el arte de entonces se inundó con obras sin título, como una afirmación de los valores formales propios de las artes visuales. Por ejemplo, un artista como Pablo Picasso nunca les puso título a sus decenas de miles de obras, salvo en algún caso excepcional.
Sin embargo, la crisis de las Vanguardias en la segunda mitad del siglo XX llevó a muchos artistas a redescubrir que, más allá de las puras formas plásticas, es posible enriquecer el sentido de las obras cuando se contaminan de palabras; y, por supuesto, el título puede jugar aquí un papel clave.
Después de una larga dedicación a un dibujo de asombrosa perfección formal, Diego Díaz (El Santuario, Antioquia, 1986), en las series “Leve” y “Carne” despliega lienzos preparados al óleo con los que, literalmente, dibuja en el espacio. Aunque sería necesario agregar que también dibuja en el tiempo porque rompe con la directa referencia temática y establece diálogos intensos con la historia del arte, diálogos en los cuales el título es fundamental.
“Autorretrato Carne” impacta de inmediato por su ubicación espacial. La tela, que cuelga y gira libremente, se nos impone contra el fondo oscuro del muro, y el contraste nos revela en ella las variaciones del color de la piel humana. Pero, a través del título, el artista nos incita a ir más allá del simple objeto. La obra se afirma como un autorretrato y el sentido da un salto cualitativo porque es entonces cuando descubrimos que Diego Díaz está dibujando en el tiempo.
Las figuras desolladas tienen una larga tradición en el arte, relacionadas con el mito de Marcias despellejado por Apolo, y con la tradición del martirio de san Bartolomé. Pero esta piel que cuelga hace pensar, sobre todo, en el “Buey desollado” de Rembrandt y en las variaciones que ha inspirado.
Pero no es un problema de formas sino de significado. Porque el desollado es el propio artista que, de manera contundente, afirma que el arte es, en el fondo, ese desgarramiento doloroso donde se expone a sí mismo: un autorretrato que nos obliga a pensar en el sentido profundo de la creación artística.