/ Esteban Carlos Mejía
A sus 44 años, Raymond Chandler, desintegrado y frágil, era presidente de una compañía petrolera en Texas: un ejecutivo competente y productivo. Eso sí, tragaba whisky con la constancia de una esponja. Lo echaron, obvio. Estaba casado con una exmodelo, divorciada dos veces, diecisiete años mayor que él, a la que amaba con pasión y sosiego, si acaso esto es posible. Chandler se puso a escribir como un descosido. ¿Qué escribía? Cuentos para revistas baratas de, digamos, criminología. Siete años después, tras jornadas de aislamiento y abstinencia, terminó y publicó su primera novela, El sueño eterno, que trajo a este mundo a uno de los personajes más emblemáticos de la literatura, el detective Philip Marlowe, “triste, solitario y final”.
Durante las siguiente dos décadas, Chandler escribió otras seis novelas con las aventuras y desventuras de Marlowe, dedicado a deshacer entuertos, prodigar el bien y evitar el mal. Adiós, muñeca, La ventana siniestra, La dama del lago, La hermana pequeña, El largo adiós y Playback –las mejores obras policíacas de todos los tiempos– cambiaron el paradigma del género y establecieron un nuevo canon. A partir de Marlowe, las historias criminales dejaron de ser complicados rompecabezas o crucigramas irresolubles en los que, valga el chiste, casi siempre el asesino es el mayordomo. Hoy en día, la novela negra, aparte de ser un entretenimiento fascinante, registra sin escrúpulos las lacras de la sociedad, examina el vademécum del crimen, fustiga a las almas puras y galopa sin freno hacia la verdad y la justicia.
La vida de Chandler, según sus propias palabras, fue “más bien desdichada”. Tras la muerte de su esposa en 1954, las nieblas del alcohol lo opacaron hasta el borde del suicidio y el manicomio. A pesar de la fama, solo diecisiete personas asistieron a su funeral en 1959, cabizbajos testigos del nacimiento de su gloria. Pocos escritores han logrado, como él, inventar historias y personajes así, irreverentes, críticos, entrañables. Y eso que el buenazo de Philip Marlowe tenía “tanta conciencia social como un caballo”.
* Día tras día. El 8 de mayo de 1880, en Croisset, Francia, a los 59 años de edad, murió Gustave Flaubert, el más más de la literatura francesa en el siglo 19. Su novela Madame Bovary es el paradigma del adulterio (femenino). Flaubert pensaba que el propósito de la vida no era vivir sino escribir. Y escribía con fervor, disciplina y esmero. Se creía un gigante aunque no alzaba metro con ochenta. Era tan bello como un dios griego, un despiadado dios griego, siendo precisos. “Para mí el amor no es la primera cosa en la vida, sino la segunda”, le escribió una vez a Louise Colet, la única mujer que alguna vez se enamoró de él. Dice Somerset Maugham que Madame Bovary es “una historia de mala suerte. Emma Bovary era excepcional porque trató de vivir sus fantasías, y era excepcional en su belleza”. Cuando apareció, hubo entusiasmo y muy pronto se volvió uno de los libros más vendidos. Los críticos, sin embargo, fueron reacios, hostiles, indiferentes. No supieron darse cuenta de que Flaubert y Bovary iban a ser nombres irremplazables en el altar de la literatura. Pobres tipos.
** Body copy. “Si rebelarse contra una sociedad corrupta equivale a ser inmaduro, entonces Philip Marlowe lo es en extremo. Si ver la basura donde hay basura constituye una señal de inadaptación social, entonces Philip Marlowe es un inadaptado.”
Raymond Chandler. Carta al señor Inglis, un admirador, octubre de 1951. El simple arte de escribir. Cartas y ensayos escogidos.
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