Trabajos que separan

De manera muy simplificada, trabajamos para subsistir (y hasta para tener con qué darnos ciertos gustos) y para aportar a la sociedad, al mundo. Ahora, ¿puede el ejercicio laboral ser algo plenamente satisfactorio y que invariablemente entregue alegrías? No.

Caminar la vida -la general y la de trabajo- implica no solo usar la brújula del placer y el gozo, sino también asumir retos, superar inconvenientes y lidiar con frustraciones. 

Es necesario que el campo laboral ofrezca recompensas y satisfacciones, pero debe contarse con una buena disposición al esfuerzo y la perseverancia para lograr atravesarlo (aunque esto, al final, también genera satisfacción). Sin una fuerza laboral eficiente es imposible mantener a flote la civilización, eso es cierto. Pero una sociedad que permita formas de trabajo que vulneren los derechos individuales no puede considerarse civilizada.

La persona importa en el trabajo, no es secundaria. La función social del trabajo debe tener una conexión directa con la función individual, pues, además de obtener unos ingresos que nos permitan vivir bien, trabajamos también para sentirnos útiles, para gozar de la experiencia de servir y contribuir. 

Por eso, los lugares en los que trabajamos deben pensar y repensar su propósito. Además, hay que preguntarse también hasta dónde es sano el empeño en el trabajo. No debemos permitir que se nos obligue —ni obligarnos— a sacrificar la vida propia para mantener una civilización a flote (ni para perseguir incansablemente placeres efímeros). 

En los momentos en los que el camino del trabajo se hace tedioso y arduo, ayuda recordar que ese esfuerzo individual está dando frutos que nos alimentarán a nosotros y a la sociedad, pero empeñar la vida personal en el trabajo no es justificable. Por eso Miguelito le preguntó una vez a Mafalda: “¿Pero por qué esa vida que uno se gana tiene que desperdiciarla en trabajar para ganarse la vida?”.

Aunque el ámbito laboral y el ámbito personal pueden y deben diferenciarse, no son áreas desunidas: no dejamos de ser personas cuando estamos en el trabajo. El trabajo hace parte de la vida, sí, pero no es la vida misma. El trabajador está subordinado a la persona, no al revés. No podemos olvidar que somos esa persona que trabaja y que también tenemos otras dimensiones y aspiraciones, hacemos parte de otros grupos sociales y somos también ciudadanía (¡vivimos en una sociedad que trasciende la oficina!). 

Es cierto que se ha avanzado en una concepción del trabajo que, en principio, obliga a respetar la dignidad humana. No obstante, han surgido otros fenómenos peligrosos. En La sociedad del cansancio, el filósofo surcoreano Byung-Chul Han describe una escena aterradora: nos dice que, en el mundo laboral de hoy, cada individuo tiende a ser su propio esclavista; nos autoexplotamos. 

Según esto, el capataz con su látigo ya no es necesario: nosotros mismos nos azotamos si sentimos que no somos “lo suficientemente eficientes”. El trabajo no puede separarnos del resto del mundo, pero con frecuencia lo hace: nos separa de nosotros mismos, nos separa de la sociedad. Y aunque se analiza menos, la forma y el ritmo de trabajo actuales también nos alejan del entorno ecológico. Tema para una próxima columna.

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