/ Esteban Carlos Mejía
La escritora gringa Patricia Highsmith (Fort Worth, Texas, 1921 – Locarno, Suiza, 1995) era una persona complicada. Peor aún: alguien que la trató con regularidad llegó a decir que era “mala, dura, cruel, indigna de amor”. Adoraba la soledad. Y a los gatos y a los caracoles: tuvo más de 300 en el jardín de su casa en Suffolk, Inglaterra. Decía que su imaginación funcionaba mejor cuando no tenía que hablar con la gente. Escribió cuentos, cómics y más de veinte novelas, entre ellas las cinco dedicadas a su criatura más emblemática: Tom Ripley.
Ripley es un tipo tan raro como su autora: un criminal nato: estafador, falsificador, asesino. Después de sus primeros crímenes, las muertes de Dick Greenleaf y su amigo Freddie Miles en The talented Mr. Ripley (A pleno sol), se instala en Belle Ombre, una hermosa casa en Villeperce-sur-Seine, a unas doce millas de Fontainebleau, al sur de París. Vive allí con Heloise, su hermosa y dulce esposa, quien ignora las fechorías del marido. Cuida el jardín, estudia clavicémbalo, lee The International Herald Tribune, repasa cuentas bancarias, compra obras de arte: una vida feliz y aburguesada, solo martirizada por una incisiva paranoia. No es bisexual, pero parece. Mata por impulso o por necesidad, y se atormenta con latigazos de genuino remordimiento.
Ni policías ni detectives privados pueden con él. En contravía de las novelas policíacas más clásicas, en las que el criminal, por lo general, es descubierto y castigado, Ripley deambula por los territorios de ficción de Patricia Highsmith con una impunidad a veces intolerable, a veces envidiable. En cine lo han encarnado actores tan disímiles como Alain Delon, Matt Damon, Dennis Hopper o John Malkovich, en películas que, a mi juicio, incorporan demasiada acción a unas tramas más propensas al suspenso, al análisis y al misterio. Allá ellos. A mí me pasa que cada vez que leo las aventuras de Ripley, narradas con escrupulosidad y neutralidad por la malgeniada Patricia, siempre acabo en lo mismo: ¿Por qué, en vez de escupirlo y denigrarlo, me identifico con un criminal como Tom Ripley? ¿Qué proyecta él en mí? O, al revés, ¿qué proyecto yo en él? No sé. Y no saberlo me angustia un poco, no lo suficiente, eso sí, para suspender la lectura y tirar el libro. Con sus finos modales, su buen gusto y su malignidad, Tom Ripley anida en mi alma con pernicioso beneplácito. ¡Ay de mí!
* Día tras día. Y esta semana, ¿cuál es la efeméride? El 20 de marzo del año 43 antes de Cristo, nació en Sulmona, Italia, el poeta Publio Ovidio Nasón. Dejó una obra didáctica que, aún hoy, alivia (o desmejora) penas de amor y de deseo: Ars amatoria o El arte de amar, rotundos consejos para enamorar y ser amado. Quizás para que le creyeran, tuvo tres esposas. Pero al emperador César Augusto no le gustaron los versos. ¿Celos? ¿Envidia? ¿Politiquería? Sin mucho trámite lo desterró a Tomis, a orillas del Mar Negro, donde el narizón Ovidio vivió hasta su muerte en el año 18 d. C. Si uno quiere revivir las peripecias de aquel exilio, puede leer Lejos de Roma, entretenida y fina novela de Pablo Montoya Campuzano publicada en 2008.
** Body copy. “Sí, era con los viajes cuando los dulces recuerdos del pasado (y también los más tristes) se agitaban en algún rincón de su quietud inconsciente, y caldeaban la sangre, caldeaban el corazón, caldeaban siquiera algo en aquel frío y ansioso núcleo que inspiraba gran parte de la fiebre norteamericana”
Norman Mailer. Los ejércitos de la noche. New York, 1968.
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