Solo ahora, cuando los hijos tienen sus propias vidas y la muerte hace sonar sus campanadas, he vuelto a asomarme al abismo. La sensación es más tranquila, pero también es más real.
Un par de hechos violentos –que ya he referido–, la muerte de algunos conocidos y la lectura de las cartas de Séneca lograron despertar una curiosa claridad que encontré y que perdí hace más de media vida. Es posible pasar vidas enteras tratando de olvidar verdades intolerables. Es posible distraerse con tareas, aumentarles la estatura, u ocuparse en distracciones, con tal de no aceptar lo que supimos al principio: las cifras del destino, nuestro nombre más secreto y verdadero.
En noches febriles, el joven que fui miró el abismo y venció la tentación. También fue suya la indecisión de Hamlet. Con el tiempo dejó que la vida lo fuera conduciendo al laberinto, que lo pusiera a su servicio. Tener hijos lo obligó a olvidarse del abismo. Sin hijos se habría hecho matar por tonterías (buscar pelea en el valle de la muerte podía ser una forma del suicidio elaborada, inadvertida), pero ahora necesitaba seguir vivo. En una página perdida, de sus muchos cuadernos, había escrito que un hijo era “el ser por el que acepto humillaciones”.
El joven que fui reconocía y aceptaba su estirpe de esclavo. Tenía claro que su padre encontró la muerte tratando de darles a sus hijos una libertad para elegir que él mismo no había tenido. Pero el tiempo fue pasando y el olvido fue poblando sus días y sus años. Se distrajo buscando lo que no podía tener. Quiso llegar adonde no podía llegar. Quiso vender su talento más sagrado; pero conseguía sabotearse, granjearse los rechazos, salvarse de volverse un galeote de empresarios.
Le gustaba leer a los místicos para recordar el vértigo perdido. Decía que la idea de la muerte le daba más colores a la vida. Repetía con frecuencia las palabras de Kempis: “Cuando fuere la mañana, piensa que no llegarás a la noche; y cuando fuere de noche, no te atrevas a prometer ver la mañana”. Pero solía vivir como si tuviera aseguradas miles de mañanas.
Solo ahora, cuando los hijos tienen sus propias vidas y la muerte hace sonar sus campanadas, he vuelto a asomarme al abismo. La sensación es más tranquila, pero también es más real. “Más presto de lo que piensas estarás olvidado de los hombres”, decía también Kempis. Por eso he empezado a borrar (páginas, fotos, archivos, mensajes), para aligerar el equipaje y no dejar a otros encartados.
Cuando tenía veinticinco años escribí uno de mis mejores relatos. Era la historia de una anciana que, después de mucho escribir, descubrió las delicias de borrar. Me ha tomado muchos años alcanzar su claridad. Ahora empiezo cada día anticipando la alegría de borrar un poco más.