Tibieza evocada

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Me escapé unos días al país de los colombios. Fue un viaje apurado, como casi todos, pero logré llenarme de rostros, de abrazos, de lugares que al volver a la memoria dibujan una sonrisa.

El frío empieza a acomodarse en mi Siberia. Invita al estudio, al trabajo, a las actividades recogidas. En cuestión de semanas viviremos bajo cero. Con los años, el cuerpo se ha habituado a esas temperaturas que congelan las orejas y las yemas de los dedos, que convierten las palabras en nubes de vapor. La experiencia ha enseñado que la soledad y los anocheceres cada vez más tempranos resultan llevaderos si uno trae consigo el calor de lugares y seres queridos.

Por eso, en agosto, me escapé unos días al país de los colombios. Fue un viaje apurado, como casi todos, pero logré llenarme de rostros, de abrazos, de lugares que al volver a la memoria dibujan una sonrisa. Tengo en mi libreta de viajero la lista de las personas con quienes me encontré. Allí también dejé registro de momentos, comidas deliciosas, paisajes que se aprecian mucho más cuando uno sabe que pronto los va a perder.

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El seguro azar quiso que los últimos días de ese viaje los pasara en un pequeño apartamento en el barrio Crespo, en Cartagena, a unos pasos de la playa. Crespo es un raro vestigio de los tiempos en que Cartagena era un pueblo junto al mar. Bocagrande y la avenida Santander están llenos de edificios. La ciudad vieja está en manos de extranjeros. La zona norte se ha llenado de hoteles y condominios que ya casi se extienden hasta Barranquilla. Solo Crespo conserva un aire de barrio. Uno puede comprarse una arepa de huevo en una tienda y llegar a la playa sin haberla terminado.

Para colmo de dichas, sus playas son casi desiertas. Allí nadie te ofrece la carpita, la gafita, la cervecita, “la ostrica pa´que se ponga bien firme, mi hermano”. No tengo nada contra la gente que se gana la vida honradamente, pero el mar me ha gustado disfrutarlo cuando puedo dejar que el pensamiento vuele alto.

Muy cerca de esta playa de Crespo sentí que la cabeza me estallaba de alegría cuando conocí el mar a los doce años. Mucho después, en estas olas fuertes y cargadas de arena me hundía en busca de palabras y luego corría al periódico a escribirlas antes de que se me olvidaran. He perdido la cuenta de los años transcurridos sin sentir la vibración, el cosquilleo, la luz saliendo por los poros de la piel salada.

Hundido hasta el cuello, envuelto en la tibieza, mecido por las olas, sintiendo que el alma se limpia con su estruendo, empaco en la memoria aquel instante: el horizonte uniforme y lejano, sus brillos metálicos, el alcatraz que se pregunta si mi cabeza es alimento, la libélula que arriesga la vida entre las olas, el musgo marino que regala una trenza incapaz de contar su propia historia, el sol moderado, el avión, la luna diurna, el perro que orina la ropa que dejé en la arena, el insulto y la risa, sus ecos que ya son olvidos distantes.

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