Cómo duele el cierre de El Mundo. Hay voces que jamás se deberían silenciar. Menos en tiempos convulsos.
Desde chiquita oigo decir que el fin del mundo está cerca.
Y desde que llegué a El Mundo, también chiquita, igual.
Pero nunca, a pesar de los profetas del apocalipsis, el primero ha dejado de girar como una noria alrededor del sol, en los últimos 4 mil 500 millones de años.
Y el segundo, el periódico de La Iguaná –así lo llamaba peyorativamente un familiar del otro diario-, a pesar de los agoreros, nunca había dejado de circular, en papel o en Internet, durante cuatro décadas.
Hasta que llegó la pandemia y… ¿The End?
El planeta frenó en seco, tremendo batacazo. El mundo que conocíamos se acabó y con él las certezas que nos mantenían en equilibrio. (Ahora parecemos deambular sin brújula, al estilo de los zombies: desmelenados, desconfiados, asustados y con tapabocas; con el síndrome de la cabaña a tope y una realidad social que hace saltar todas las alarmas).
Y El Mundo también paró, cómo duele este cierre. Por el país, por la democracia, por el periodismo, por el derecho a la información… Por las épocas redivivas.
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Por tantos “ex mundos” que, con la adolescencia recién despachada, cruzamos por primera vez la portería que el buen Ramoncito defendía con el nervio de cualquier arquero de la Selección en cuartos de final, llenos de ganas de comernos el universo entero, pero sin saber que la cosa no era sólo asunto de ganas; que crecer cuesta mucho trabajo y que en esa cantera nos cambiaría la vida. La personal y la profesional.
En su Sala de Redacción, aglomerada y bullosa y emocionante a más no poder, aprendimos a ser periodistas –una cosa es lo que se estudia en la universidad y, otra, lo que se vive en el frente de batalla- y a sentir con las vísceras lo que el oficio significa. Y lo que implica cuando su ejercicio deja de ser impasible y se decanta por la honradez; cuando conjura la objetividad con la búsqueda obstinada de la verdad, aún a sabiendas de lo esquiva que esta es.
(La cacareada objetividad periodística no existe, señores).
Pues sí. A punta de sabores y sinsabores, el acontecer vertiginoso fue esculpiendo en tantos bloques de mármol, figuras más o menos delineadas, con la ayuda del cincel de un grupo de escultores veteranos, de quienes no hago el listado para evitar olvidos injustos –ellos y ellas saben quiénes son y cuánta gratitud les tengo-, que si bien nos sacaron montones de lágrimas, nos tuvieron una paciencia infinita.
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Fueron muchas las novatadas que cometimos, muchas las puertas que se nos cerraron en la nariz de pura desconfianza –y muchas las que se nos abrieron de par en par, confiando en nuestro potencial-, muchos los trabajos devueltos una y otra vez, muchas las noches en blanco haciendo guardia a las noticias, muchas las llegadas a la casa cuando los demás se estaban levantando, muchas las vivencias imborrables. Mucha la cultura y experiencia acumuladas en esos años, doce en mi caso.
(Las páginas de esta edición serían pocas para explayarme en los recuentos).
ETCÉTERA: Cuando me retiré, ya El Mundo era otro. Pero su huella en mí está intacta. Por eso entonaría con Alberto Cortez la canción que habla de un espacio vacío que no se puede llenar con la llegada de otro… Hay voces que jamás se deberían silenciar. Menos en tiempos convulsos como los que corren.