Con estas tres palabras me despertó mi esposa el 4 de enero de este año: había comenzado la tala del Túnel Verde de Envigado.
El 31 de diciembre de 2019, cinco frondosos árboles habían sido derribados en Villagrande, sobre la avenida El Poblado. Esto despertó sorpresa e indignación, pues había transcurrido poco más de una semana desde que, en un espacio de conversación convocado por el Ministerio de Ambiente y Desarrollo Sostenible, el ministro Ricardo Lozano mostró de manera amable su disposición a facilitar “la articulación institucional entre las entidades regionales, locales y las organizaciones civiles involucradas, en procura, si ello es viable, de transformar el conflicto ambiental”.
El entonces alcalde electo, Braulio Espinosa, si bien hizo explícita su voluntad de continuar con el proyecto como estaba previsto, propuso “seguir en una mesa de diálogo y concertación”.
Un par de días después, en la Personería Municipal, se enfatizó en estos puntos y quedó más que clara la apremiante necesidad de no proceder con la tala hasta que se dieran un diálogo robusto en búsqueda de consensos o, por lo menos, para intentar armonizar las relaciones entre ciudadanía y gobierno local (en el acta de esta reunión del 27 de diciembre, a la que asistió –aunque llegó bien tarde– el alcalde encargado, Esteban Salazar, se lee: “La Personera Municipal indica que acompaña el proceso como garante de este alrededor de participación ciudadana (sic.) […] Sin embargo, define importante la presencia de la Procuraduría Provincial del Valle de Aburrá para que todos los actores tengan las garantías respectivas”). ¿Cómo no iba a haber indignación con la tala del 31 de diciembre? Pero lo peor estaba por venir.
Un ataque a traición
“¡Están sonando motosierras!”. Me levanté, agarré mi cámara y salí a ver qué pasaba. “¡Imposible que estén talando! ¿4 de enero? ¿Acabando de empezar periodo de gobierno?… ¿Será una pequeña poda?”, pensé con inocencia torpe. Recorrí un poco más de cien metros (lo que me separa del Túnel Verde) y me encontré con varias cuadrillas de hombres con motosierras. Me dividí en varias tareas: pedir ayuda, hacer llamadas, rogar que se detuvieran, registrar con imágenes lo que estaba pasando.
Caían ramas, caían árboles; las ardillas trataban de huir. Al verme solo y con mi cámara, un hombre que no quiso identificarse (y que luego supe que era parte de la Secretaría de Seguridad y ¿Convivencia? de Envigado) le ordenó a la Policía que me sacara del sitio, aunque me encontraba en zona segura. Pronto regresé, pues más y más personas llegaron a exigir, con rabia y tristeza, que pararan semejante locura. Nadie había recibido aviso del cierre de la vía: ni las unidades residenciales, ni los negocios… ni los agentes de tránsito (uno de ellos, cuando le pregunté hasta qué horas estaba programado el cierre, se encogió de hombros y me dijo: “No sabemos… llegamos en la mañana y nos mandaron para acá). El alcalde Braulio Espinosa no aparecía: no le contestaba ni a la ciudadanía, ni al ministro Lozano. Los árboles golpeaban el asfalto, uno tras otro. Bien entrada la tarde, las motosierras callaron. Fue un ataque a traición.
La estrategia del contentillo
Son muchas las lecciones que debemos aprender de este conflicto socioambiental. A la Alcaldía de Envigado le quedan, como mínimo, dos pendientes urgentes. El primero es actualizarse: vivimos en un escenario de crisis ecológica global y, por esto, las ciudades que innecesariamente sacrifican la biodiversidad urbana están mandadas a recoger (sobre todo si lo hacen para evitar incomodar al carro particular). El segundo es convencerse de que los procesos de participación no son simples formalismos y nunca deben abrirse como estrategia para “dar contentillo”. ¿Para qué nos dan la confianza de ser escuchados si luego van a hacer lo que estaba planeado desde un principio?