/ Esteban Carlos Mejía
En el más reciente conversatorio de Vivir en El Poblado y el centro comercial Santafé, Viajes, cultura y aventura, los dos invitados brillaban por consecuentes, tenaces y diáfanos: Pablo Aristizábal y Juan Felipe Restrepo.
Pablo mide 1.92 metros y nunca ha jugado basquetbol. “Lo mío es la infantería”, se ríe. Hizo dos carreras a la vez: Ingeniería Ambiental y Antropología. “Quería aprender sobre el planeta y sobre la conciencia humana”. Se graduó como antropólogo en la Universidad de Antioquia y después, con una beca, se fue a estudiar Arqueología en la Escuela de Altos Estudios en Ciencias Sociales, París. Ajustaba sus ingresos con clases de matemáticas a niños y jóvenes. Ahorraba con ferocidad. Se instaló en Barcelona: escribió su tesis y estudió música. La tesis obtuvo “mención muy honorable”. Entonces decidió darle la vuelta al mundo. Marruecos, Egipto (“la panacea de los arqueólogos”), buceo en el mar Rojo, salto a Tailandia, Camboya (“¡las ruinas de Angkor Wat!”), Vietnam (“un país hermoso y amable”), brinco intercontinental a Argentina, diez días de locha en Buenos Aires, Ushuaia, Chile, Bolivia, Brasil (“caro pero delicioso”), el Amazonas, Leticia, Colombia. Tras seis años en Europa y nueve meses de mochilero, vuelve a casa con una tesis laureada, un Ph D y los bolsillos vacíos. Como es sabido, la constancia vence lo que la dicha no alcanza. Le llueven los contratos como arquéologo. Descubrimiento de cementerios indígenas en el puente de la 4 sur, en el lote de Los Guayabos. Exploración del primer desarenadero del acueducto de Medellín en la construcción del tranvía de Ayacucho. “Ya no viajo por el mundo. Ahora hago microviajes: hacia abajo en el espacio y hacia atrás en el tiempo. Al acercarnos con respeto a nuestros antepasados, ellos nos revelan sus secretos”.
Muy joven, a los 17 años, Juan Felipe quiso saber hasta dónde puede llegar el ser humano. Tenía la obsesión de escalar montañas. El rappeling le reveló sus misterios. No tenía mosquetones ni otros aparejos: le sobraban coraje y fuerza de voluntad. Buscó y vivió otras experiencias: parapente, canyoning, escalada en roca, zip-trekking, trekking and hiking, mountain bike y downhill. Fundó una compañía de entretenimiento y espéctaculos, Psiconaútica, reto a la destreza corporal y a la fortaleza mental. Fue bailarín aéreo en Danza Concierto, la compañía de Peter Palacio. No hizo estas cosas por gusto a la adrenalina: siente un incomprensible e inexplicable llamado, una vibración espiritual a la que no puede ni quiere escapar. Y hoy, al cabo de 22 años como escalador, declara sin ínfulas que su verdadera vocación es el soloísmo, o sea, trepar montañas sin cuerdas ni ayudas, sin nada, solo, solito, solo. La primera gran montaña que escaló fue el Ritak’uwa, en la Sierra Nevada del Cocuy, en Boyacá, 4.800 metros. Le hice una pregunta de reina de belleza: “¿qué sentiste al llegar a la cima?” “Me sentí más cerca de Dios”. Y también mareado, muy mareado. ¿Miedo? “¿Para qué? Siempre me propongo sentir más fe y menos miedo. Yo me llamo Fe – lipe.” ¿Tu montaña más alta? “El Illimani, junto a La Paz, Bolivia, 4.983 metros”. Ya le tiene echado el ojo al Aconcagua, el nevado más alto de América, 6.960 metros, casi siete kilómetros cuesta arriba. “No soy alpinista ni montañista. Soy montañero, a mucho honor, montañero.” Ahora trabaja en buscar y seleccionar paredes de rocas bien tentadoras, los caminos verticales de Antioquia. Se soba la enorme cicatriz que le atraviesa la barriga. “Me caí veinticinco metros, en Matasanos, y quedé vivo para contarlo y para seguir escalando. Porque el que se siente escalador, es escalador. No hay de otra.”
*** Nuestra próxima cita será el jueves 4 de julio. La invitada es la sicóloga Natalia Cárdenas, con quien hablaremos de un tema candente: Acoso escolar: reto para padres e hijos. En los conversatorios de Santafé se vive y se aprende. Nos vemos.
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