¿Para qué las estatuas?, ¿para qué, Dios mío?
La sola pregunta debe hacer parar los pelos de punta a muchos historiadores y expertos en patrimonio, incluso a ciudadanos de a pie como yo.
Pero, con su permiso señores, les tengo la respuesta: son para servir de sanitario a las palomas. (Al igual que la Historia, ellas también hacen sus cagaditas).
Así de prosaico, así de real.
A lo que vinimos, entonces. Al pasado 16 de septiembre, cuando un grupo de indígenas misak tiró al piso la estatua ecuestre del conquistador español, Sebastián de Belalcázar, atizando la polémica que siempre está servida: de un lado, los que estimulan, aplauden y justifican desmanes de esta índole y, del otro, los que no ven más allá de la palabra “delito” para descalificar, de entrada, y castigar, en consecuencia, cualquier acción que, como esta, se desmarque de lo políticamente correcto.
Nada de matices, nada de conversación nacional, nada de “tratar de entender para ayudar a entender”, máxima del Maestro de maestros del periodismo, Ryszard Kapuscinski.
En este país de extremos se condena a la tibieza eterna, a quienes se esfuerzan en buscar acercamientos, donde la galería encuentra distanciamiento. Sólo el activismo puro y duro logra hacerse escuchar, por eso estamos como estamos: radicalizados.
Cuentan que a comienzos del siglo pasado, el poeta Guillermo Valencia propuso para la celebración de los 400 años de Popayán, levantar dos estatuas: una del Cacique Payán (hijo de Pubén, quien mil años antes de la llegada de Colón se había asentado en tierras caucanas) y, otra, del conquistador Sebastián de Belalcázar (fundador de la ciudad, a sangre y fuego, en 1537).
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La del Cacique iría en la cima del Morro de Tulcán, donde los primeros pobladores enterraban a sus muertos. Y la del conquistador, en un parque del casco urbano. La primera nunca apareció. La segunda, obra del toledano Victorio Macho, fue entronizada en 1937, en el lugar equivocado.
¿No pensó, ninguno de los que posaron para la foto cortando la cinta, en que tal acción exprimiría limón en una herida cultural centenaria?
Pues no.
Toca, ahora, “desfacer entuertos, Sancho”, diría El Quijote. Dejar claro que los indígenas, si bien cargan en su memoria genética con los efectos de un Descubrimiento violento, y si bien cuentan con creencias y leyes ancestrales, son colombianos con derechos y deberes y, como el resto de compatriotas, no tienen patente de corso para hacer los que les dé la gana. Que las autoridades, al margen de la obligación que las asiste de preservar el orden, deben aceptar que no todo se soluciona ofreciendo recompensas, o, peor aún, insistiendo, desafiantes, en volver a encaramar al jinete en el mismo pedestal. Que el gobierno central, aunque esté en Bogotá, tiene la obligación de asumir que su responsabilidad no termina donde termina la Sabana. Que antes de mandar a hacer estatuas a dedo, políticos y funcionarios públicos deben preguntarse: ¿hay palomas para tanto sanitario?
No se trata de medir fuerzas, sino de sincronizarlas.
ETCÉTERA: Para saber más de Belalcázar, les recomiendo los escritos de Fray Bartolomé de las Casas. Se darán cuenta de que el colonizador de marras, en lugar de hoja de vida, tenía prontuario. ¡A volar palomas!
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