Era callejero por derecho propio;/ su filosofía de la libertad/ fue ganar la suya, sin atar a otros/ y sobre los otros no pasar jamás. (…) Era nuestro perro y era la ternura,/ esa que perdemos cada día más/ y era una metáfora de la aventura/ que en el diccionario no se puede hallar. (…).
En la entrevista Cortez recordaba el cambio que había traído a su vida un perro que cualquier día se instaló debajo del carro y solo accedió a salir cuando su esposa insistió –él no amaba los perros- en llevarlo un rato a la casa. Para adueñarse de ella, dijo, llenándola de alegría, ternura y compañía. Hasta el punto –subrayó– de que su primer contacto con la realidad cuando despertó del grave accidente cerebral que sufrió hace algunos años, fue la imagen de Callejero arropándolo con las patas delanteras.
En ese entonces escribí: “Recuerdo a ese hombre grande y ronco, con la voz quebrada por la emoción, y se me hace un nudo en la garganta. Observo a Luna roncando plácida al lado mío con las orejas desgonzadas y me conmuevo. Pienso en la cantidad de gente que abandona los perros y reviso las estadísticas de maltrato animal en la ciudad y el país, y me rebelo. E imagino el sentimiento de pérdida que llevó a Cortez a escribir la canción, y lo comparto”.
Sí que lo comparto ahora. El viernes pasado, cuatro meses antes de cumplir quince años, se apagó la Luna mía. La de nuestra casa, la cuarta integrante de la familia a la que jamás pretendimos humanizar –ella no se hubiera dejado, con el carácter que tenía…– ni acicalar como mascota de revista. Es que no era una mascota, Luna. Era la encarnación de la dignidad perruna. Un ser vivo que estaba con nosotros, pero no era de nosotros.
Digo “nuestro perro” porque lo que amamos lo consideramos nuestra propiedad…
Gruñía y se erizaba si algún extraño se nos acercaba; daba volteretas hasta marearse cada que alguno de los tres llegaba; se hacía de rogar para comer, había que hacerle caminitos con el cuido; jugaba fútbol con las cuñas de las puertas; se quedaba estatua, con una oreja hacia arriba y la otra hacia abajo, cuando consideraba que merecía mayor atención; braveaba de lejos al carro de la basura, pero si se lo encontraba era un solo temblor; marcaba territorios varios durante las caminadas; se montaba a hacer siesta al sofá preferido, siempre por el mismo lado, y colgaba la cabeza como un murciélago; masticaba hielo cual trituradora, en épocas de frío y de calor; cambiaba de personalidad –no me determinaba– el día del baño mensual que detestaba.
Era gasolinera, trasnochadora, atravesada, amorosa, noble, voluntariosa, manipuladora como la que más. (Y los últimos seis meses de su vejez, indefensa).
Era una luna llena permanente.
Era la metáfora de las cosas bellas, alguien a quien para no dejar sufrir decidimos ayudar a bien morir. Con un dolor que se nos fue regando por todo el cuerpo y que sólo quienes han convivido con estos seres de cejas tupidas y bigotes enredados –o sin cejas y sin bigotes– lo entienden, porque saben que es un duelo duro de llevar, un vacío difícil de llenar y un misterio –de un instante para otro la vida deja de serlo– imposible de dilucidar.
Con el alma adolorida agradezco a la vida que haya puesto a Luna en mi camino. Y a Luna que me haya dado tanto. Tanto.
ETCÉTERA: Era el callejero de las cosas bellas/ y se fue con ellas cuando se marchó;/ se bebió de golpe todas las estrellas,/ se quedó dormido y ya no despertó. (…) Nos dejó el espacio como testamento,/ lleno de nostalgia, lleno de emoción. / Vaga su recuerdo por los sentimientos/ para derramarlos en esta canción.
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