Hoy Salvador tiene 146 días de gestación, prácticamente tiene la misma edad de la llegada de esta pandemia a Colombia, que nos tiene en un encierro permanente desde el 20 de marzo. Es decir, desde que en mi vientre comenzó a formarse un nuevo ser han pasado casi cuatro meses de haber perdido la libertad de vivir cerca a nuestros familiares, amigos, conocidos, compañeros… y desde entonces, como mamá gestante, en mi diario vivir guardo mucha más distancia de aquellos a quienes antes llamábamos extraños, aquellos a quienes ahora ni siquiera les reconocemos la cara porque el tapabocas no deja ver sus facciones.
A Salvador ya se le formaron todas las partes vitales de su cuerpo: tiene manitas, piecitos, columna vertebral, corazón, vellos y los rasgos de su cara cada vez están más definidos. Pero ser mamá en esta época es justamente una odisea: mis médicos me atienen por teléfono, nunca he recibido una atención personalizada, y cuando me empiezo a acostumbrar a la voz de equis o ye doctora, a la semana siguiente me llama otra diferente. Es como arrancar de cero.
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Esta pandemia nos ha llevado a puntos inimaginables: por ejemplo, en la última llamada la médica me preguntó así, con la mayor normalidad del caso, que cómo estaba mi placenta… tal cual… y yo quedé de una pieza, porque nunca nadie me había preguntado algo tan íntimo, tan de mí, pero a la vez tan imposible de responder.
Otra de las particularidades de ser mamá primeriza en esta pandemia es que Jhoan, el papá de Salvador, no ha podido ir a ninguna de las ecografías que ofrece el sistema de salud. De hecho, hasta hace poco que pagamos una ecografía privada, Jhoan conocía a su hijo solo por videos y por fotos, casi que por medio de razones de los médicos sabía sobre su estado de gestación, porque nunca le era permitido entrar a las citas.
Mis cuatro mejores amigas se enteraron de que iba a ser mamá a través de una videollamada, porque era imposible en medio de la cuarentena obligatoria violar las medidas preventivas y vernos, no por evitar una multa, sino por preservar la salud del pequeño Salvador, tan indefenso y a la vez tan protegido en ese nido donde, por ahora, esperamos que sea inmune a todo peligro.
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La COVID-19 nos ha llevado a replantear las maneras de expresar amor, a redefinir el significado de lo material y a prestarles atención a los detalles, a lo esencial: por ejemplo, hoy no importa cuántos mamelucos tiene Salvador o cuántos paquetes de pañales le dieron en el baby shower; aquí hemos empezado a dar las gracias cuando nos permiten vivir como familia momentos cada vez más escasos como poder entrar juntos, mamá y papá, a un almacén a ver cositas de bebé, porque da la casualidad de que el pico y cédula no nos coincide.
El 20 de marzo, día en que empezó la cuarentena, Jhoan y yo sentimos esa risa nerviosa que da cuando uno ve las dos rayitas rojas indicando que ya no seríamos un dúo, sino un trío. Lo que no nos imaginamos es que ser papás de un “pandemial” iba a representar una reinvención total y completa de lo que es ser papás.
Salvador llegará en cuatro meses, aún no sabemos si sus abuelos, tíos, primos y amigos más cercanos lo conocerán cuando venga al mundo, lo más seguro es que pasen meses y no lo puedan cargar, sentir o amar en vivo y en directo.
Hasta hace unas semanas, si era niña, sería Milagros. Fue Salvador y su nombre, más que un significado bíblico o religioso, nos recordará por siempre las paradojas de la vida que se hacen evidentes solo cuando una pandemia nos lleva de regreso a lo esencial, a lo necesario, a lo básico: que aquí, más que los qué y los cuándo, pasarán al recuerdo los cómo que definen esos pequeños momentos de felicidad que llegan y se desvanecen como el viento en esta batalla que aún no hemos ganado.
Por: Fernanda Cañas.