Por fin llegó el sábado, bajé los seis pisos con el morral puesto y el casco en la mano, procurando no tocar las barandas de las escaleras del edificio. Recogí mi bicicleta en el parqueadero, me puse la indumentaria y salí.
El viento fresco en la cara y la posibilidad de volver a montar en bicicleta son dos oportunidades preciosas en tiempos de COVID-19.
El miércoles fue mi otro día de pico y cédula, pero justo esa semana mis compromisos laborales me tuvieron sentada frente al computador hasta cuando ya no podía salir. Otra razón más para celebrar la posibilidad de pedalear y recorrer las calles casi desérticas de mi barrio.
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Mi meta era llegar hasta una tienda de productos orgánicos e integrales que me gusta visitar y que por suerte no queda tan cerca de mi casa; digo por suerte porque me sirvió de excusa para pedalear un poco más.
Tristemente cuando llegué estaba cerrada. Me fui confiada porque el sábado anterior había estado prestando servicio, pero claro, los días van pasando y todos nos vamos acomodando, según se nos presentan las circunstancias. Mi tienda orgánica ya solo abre de lunes a miércoles, así que di media vuelta y seguí a mi siguiente estación.
Una de mis tías había estado de cumpleaños el día anterior y mi primo le compró una torta que entre tres iba a durar todo el mes. Pasé a su casa que estaba cerca por una porción que me estaba soñando. Nos saludamos y despedimos al estilo japonés, desde la distancia, y por fin mi morral tuvo comida adentro.
Tenía ahora que encontrar un lugar donde comprar mis víveres. La semana anterior había hecho un recorrido por un par de supermercados no muy alejados entre ellos tratando de encontrar una fila que no me tomara demasiado tiempo, así que ya sabía a dónde podía ir.
Corrí con la suerte de no encontrar fila a la entrada. Encontré más bien a una amable vigilante que revisó mi cédula y me dejó ingresar. Yo ya tenía mi tapabocas puesto y bañé mis manos en antibacterial al entrar. Tomé una canasta y empecé el recorrido. Mercar es de esas cosas que disfruto hacer, tal vez por eso todavía no he intentado hacerlo a domicilio y también por eso celebraba el no tener una fila afuera que me hiciera sentir la necesidad de comprar rápido para darle paso a un nuevo cliente.
Contemplaba los estantes con uno que otro producto faltante y letreros que hace un par de meses no hubiera imaginado ver, con mensajes como “solo tome un ítem”. Pensaba dos veces antes de tocar cualquier producto, o el dispensador de bolsas para las verduras o las verduras mismas.
Así, a paso lento pero seguro, logré compilar todo lo que necesitaba, llegar a la caja y pagar, con tarjeta por supuesto que es como tradicionalmente lo hago, pero que además es una de las recomendaciones para reducir los riesgos de contagio. La cajera tenía tapabocas, al igual que todos los demás empleados del almacén, con los que procuré ser especialmente atenta mientras en mi interior les daba las gracias por estar ahí, trabajando y tal vez poniéndose en riesgo, y daba las gracias también por los dueños del supermercado que estaban garantizándoles sus salarios para sustentar a sus familias, y a la vez permitiéndome proveer mi nevera y alacena.
Esta historia termina en mi cocina poniendo todo cuidadosamente en su lugar mientras pensaba en cómo estarían mis amigos de otras latitudes del planeta viviendo su día a día en cuarentena. Les escribí a un par para que me contaran su experiencia al ir a mercar, solo para darme cuenta de lo unidos que estamos a pesar de la distancia.
En el video abajo, les comparto un poco de lo que me contaron y algunas imágenes que me compartieron.
Por: Carol Jaramillo Hurtado.