Un día lo llevaron a un sitio donde había otras criaturas como él. Y aprendió que no podía tomar cualquier juguete. En medio de forcejeos y de llantos, supo de la existencia de los otros.
Tiene año y medio y sus ojos ya reflejan abismos. Hay en sus gestos la impronta de saberes recientes.
Hace un par de semanas, su mundo era seguro y predecible. Abría los ojos en su cuna y le bastaba un gemido para que unas manos diligentes de gigante lo elevaran por los aires y lo depositaran en el mundo.
Todo estaba en su sitio. Los muebles y las mesas. Las butacas de asiento giratorio que tanto lo obsesionan. Los juguetes en la caja de plástico: carros, pelotas de diversos tamaños, un libro de texturas, un tablero con botones que al hundirlos emite sonidos diversos.
Sin tener que pedirlo, a su mano acudía un tetero que conseguía apaciguar su oscuro desasosiego. Con paciencia aceptaba los rituales de limpieza, se embebía en los juegos del agua, se entregaba al forcejeo de piernas y brazos y cabeza que lo dejaba listo para vivir otro día.
En la televisión se sucedían, monótonas, sedantes, las canciones ya aprendidas. Los gigantes desaparecían por momentos, sin que él se diera cuenta, y solo notaba su ausencia cuando reaparecían. Algunas pocas veces salían todos juntos y se iban a un recinto luminoso, de techo azul y blanco y suelo verde y áspero, de fuentes cantarinas, de arena y toboganes. Pero la novedad duraba poco y pronto regresaban.
La vida era una sucesión de sueños y vigilias, de hambre y saciedades, hasta que aquellos ritmos se vieron trastornados. Un día lo llevaron a un sitio donde había otras criaturas como él: erráticas, curiosas y ruidosas, tratando cada una de que el mundo se plegara a su capricho o a su necesidad. Así aprendió que no podía comer todo lo que encontrara, que no podía tomar cualquier juguete. En medio de forcejeos y de llantos, supo de la existencia de los otros, esa frontera de mil rostros donde rompen las olas del mar de lo que somos.
Y el contacto con los otros le enseñó nuevos límites. No llevaba una semana de la nueva rutina, cuando su cuerpo se volvió un campo de batalla y empezó a reaccionar sobresaltado. Sintió que su consciencia se perdía entre las llamas de la fiebre, vomitó hasta que solo una baba amarilla y una nada convulsa salían de su cuerpo, fue objeto de pinchazos, y al final cayó exhausto en un sueño pesado.
Ahora en su gesto se dibuja la presencia de un nuevo entendimiento. Sabe que el mundo es un lugar difícil, que ha caído y se encuentra atrapado en un juego siniestro que no pidió jugar. Día a día la vida lo prepara para la más tremenda de todas las noticias: la de que no es eterno, que todos se marchan, que nadie sobrevive en esta inexplicable extravagancia.