Antes de tanta imagen digital la palabra escrita no tenía rostro y uno se imaginaba a los autores del mismo modo que lo hacía con sus personajes.
Tiene razón la lectora: el dibujo que acompaña esta columna no me favorece para nada. Tiene razón, pero no hay que culpar a la persona que lo hizo. Quienes leían el periódico en su anterior etapa recordarán que la foto tampoco me ayudaba, por la sencilla razón de que la falta de ejercicio y la mala dieta acabaron por redondear una “belleza rara” que ya era desconcertante.
Tal vez en el futuro, cuando la estética cambie y las razas terminen de mezclarse, la gente se detenga a mirar estos tiempos remotos y concluya que fui un Adonis que se adelantó a su tiempo. Pero, mientras eso ocurra, me tengo que resignar a que hasta mi mamá me diga que soy feo.
He venido a pensar en todo esto a raíz de un hallazgo que hice en una librería. Estoy en ese punto en que se duda mucho antes de comprar un libro, porque no me caben en la casa y la vida no va a alcanzarme para leer los que tengo. Pero a veces me encuentro joyitas que vencen mi resistencia. Eso fue lo que pasó con Retrato del escritor (Thames & Hudson, 2013), una nutrida selección de perfiles de escritores, cada uno acompañado por una fotografía contundente.
Con la portada ya había perdido el año. Era esa hermosa foto que Isabel Steva Hernández le tomó a un García Márquez cuarentón, con la primera edición de Cien años de soledad abierta y dispuesta sobre su cabeza como una gorra de marinero. El hombre parece a punto de derrumbarse por el peso de esa maravilla que acaba de salir de esa cabeza.
Al hojear fascinado esos retratos recordé algo que tenía en el olvido: que hubo un tiempo en que uno leía los libros sin conocer el rostro de su autor y después, si había fortuna y curiosidad, podía encontrarse con su imagen. Imagino que pocos lo han vivido o lo recuerdan, pero antes de tanta imagen digital la palabra escrita no tenía rostro y uno se imaginaba a los autores del mismo modo que lo hacía con sus personajes.
Recuerdo haber leído a Verne y a Orwell y a Mark Twain –y haberlos disfrutado con deleite– sin que tuviera idea de cómo se veían. A estas alturas sigo sin conocer los rasgos de Petre Bellu o Vintila Horia, dos de mis rumanos favoritos; pero en la mayoría de los casos terminé por ver el rostro de quien me hablaba. Y, en el instante en que veía por primera vez la apariencia de un autor, ocurría una revelación. El rostro era un enigma cuya respuesta eran los libros, y la gracia de esos tiempos ya perdidos era que conocíamos la respuesta antes de que nos plantearan el enigma.
La fotografía tuvo una época sagrada. En sus inicios, la gente creía encontrar en ella indicios elocuentes del carácter. En Sri Lanka conocí a un hombre que podía “ver” detalles secretos y el destino de una persona. Algunos todavía presumimos de saber leer el gesto y la pose, la actitud y la mirada. Pero hoy en día el exceso, la vulgarización del rostro humano, ha hecho que se pierda esa emoción particular que se sentía al ver por primera vez a una persona que hace mucho habitaba nuestra alma.