Les compartimos una reseña sobre esta novela de José Zuleta Ortíz, publicada por Planeta, en el 2020.
Por Luis Felipe Estrada Escobar
José Zuleta Ortiz, hijo del reconocido filósofo Estanislao Zuleta Velásquez, nos regala en su última novela un ejercicio de autoficción cuidadosamente confeccionado en el que las fronteras entre lo autobiográfico y las licencias creativas del autor son casi imposibles de descifrar (y allí radica gran parte del éxito de la novela, su enigma).
Se narran en ella hechos tan devastadores, realidades tan complejas de la niñez, adolescencia y adultez temprana del personaje principal, que sorprende la manera tan delicada y bella -casi poética- con que se logran describir algunos pasajes, tanto que en algunos de ellos el lector siente la necesidad de pasar las páginas del libro con profunda cautela, como quien manipula un libro antiguo cuyas páginas están a punto de deshacerse, para evitar que ese tejido delicado, fino, con el que el escritor intenta volver a juntar los retazos de su vida deshilachada por el olvido y la soberbia de sus padres, no se estropee.
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Es, quizá, el intento del hijo, abandonado por su madre a los tres años, de contarle su historia, de buscar el reconocimiento y aprobación que nunca obtuvo de ella; es el relato de cómo, a pesar de que creció sin su cariño y apoyo, se convirtió en el gran novelista y poeta que es hoy; más aún, en el gran ser humano que es capaz de acercarse al lecho de muerte de esa mujer casi desconocida, acompañarla durante sus últimos días y escucharla pacientemente, así ya no logre recordar ni su propia historia.
También es el esfuerzo pacífico, pero rotundo, del hijo que pretende reivindicar su vida “ninguneada” por su padre, el mismo que -en un una suerte de experimento social- decidió no enviarlo al colegio y privarlo a él y a sus otros dos otros hermanos de la interacción humana, esa que describía como tan necesaria y edificante en sus ensayos y conferencias; como si tuviera que pagar el precio de haberle preguntado a su padre -con la irreverencia propia del adolescente, pero también con el dolor del niño que creció sin su madre- cuando fue llamado a contribuir en los diálogos de paz con el M-19: “-¿Eres capaz de reconciliar a los colombianos y no puedes hacer las paces con la mamá?”.
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Es un canto a la dignidad de los oficios sencillos, esos que desempeñó para sobrevivir: cuidador de conejos, ayudante del conductor de un camión de acarreos, domiciliario en una droguería, tripulante y cocinero de un barco, empastador de libros, lector para invidentes; un canto a la austeridad entendida no como ausencia de lo material, sino como una suerte de hedonismo: “placer de lo elemental”. En fin, un canto de gratitud a la vida, esa que, a pesar de haberlo dejado a su suerte, le puso en el camino seres anónimos que fueron su refugio y su familia, por quienes, a modo de homenaje, levanta esa “oración que aprendí a escondidas y que decía en silencio para no molestar al padre ateo que Dios me dio”.
* Luis Felipe Estrada es lector en Vivir En El Poblado