/ José Gabriel Baena
A regañadientes me llevaron mis hijas a ver la película “Batman Rises” apenas una semana después de la matanza en el teatro de Denver. Me parecía que una terrible maldición había recaído sobre ese film después de los funestos acontecimientos, y al parecer por respeto los ingresos de taquilla no se dieron a conocer (o quizá fueron más bajos que lo esperado). Literalmente salí bañado en lágrimas ante la maldad infinita que desarrollaron en el guión Christopher Nolan y asociados, y desde entonces no he dejado de llorar por dentro ante la muerte en el cine del famoso héroe de las historietas en papel. No es que lo hayan matado aquí el malvado Bane y sus ejércitos terroríficos, ya que lo vemos al final tomándose unos vinos en Venecia con su chica, y que resurgirá con Robin en la próxima entrega. A lo que quiero apuntar es a la liquidación por muerte nada natural –es decir, no en combate sino en las abrumadoras pantallas I-Max– de este superhéroe de mi infancia, que nutrió cantidad de horas de lectura a escondidillas, en los recreos, con todo su tropel de caricaturescos villanos. Desde luego que desde su nacimiento en 1939 -en la serie “Detective Comics” “El hombre murciélago” había sufrido incontables decesos en su trasegar por Ciudad Gótica y otros mundos cercanos, y en compañía de su amigo Robin o de sus amigos del Salón de la Justicia, en ambientes siniestros o circenses, pero siempre lograba finalmente arrancar una sonrisa del lector al final de las peripecias. Hasta en nuestra raquítica televisión colombiana logramos ver una par de temporadas de Batman por allá en los años 67-68, enfundados los héroes en trajes de caucho puro los domingos, entrecortados los episodios por las carreras de caballos en el viejo Hipódromo de Bogotá. Y el tiempo parecía detenido en un presente sin fin, hasta que en 1987 el prodigioso joven dibujante y guionista Frank Miller –autor de las por entonces llamadas novelas gráficas– se ideó un Batman envejecido, cincuentón, solitario, resentido ante una sociedad que dejó de necesitarlo hacía mucho tiempo, un Batman socio-sicópata que decide tomarse la justicia por su cuenta y se convierte en un asesino de igual o peor calaña que los figurines de poker que tanto había combatido. La novela gráfica del Batman enloquecido soportó todavía un par de películas más al estilo clásico con Jack Nicholson y Danny DeVito y luego entró en un limbo misericordioso con tanta nueva tecnología, de la que se ha valido Christopher Nolan para ponerlo de nuevo en primera fila. Pero, ay, si bien sus dos primeras cintas prometían desarrollos fuertes del personaje, quizás un buen romance encantador que lo sacara de tanta sufridera, con esta entrega de “Batman Rises” el director Nolan ha entronizado –y para mí, para siempre nunca más– una especie de desconsoladora entrega de la sociedad ante el Mal, del cual ya nunca podrá librarse. Las escenas de miles de muertes son desoladoras, gratuitas, Nolan parece complacerse en el retrato de ese villano que por primera vez aparece en escena, y que, como sucede en cierto país muy cercano al nuestro, mata por ver caer. Guardaré bajo siete llaves mi librito de “Todas las carátulas de Batman”, y volveré a la “Consolación de la Filosofía”. ¿Hasta cuándo?
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