/ Gustavo Arango
Soy lento de entendederas. La semana pasada descubrí que aquella chica, hace treinta años, no sólo me invitaba a estudiar juntos ese fin de semana que sus padres estaban de viaje. Pero supongo que ya es tarde para ese examen. Cuando alguien quiere ofenderme, no sólo tardo en entender que es una ofensa, sino que la respuesta se me ocurre cuando el otro no está cerca ni se acuerda. He sentido paisajes o emociones después de varios años. Estoy condenado a vivir mis experiencias durante la repetición en cámara lenta. Tal vez por eso escribo. También soy pésimo para las reuniones numerosas. Los barullos me aturden, se me enreda la lengua. Siento urgencia de correr a un lugar solitario para poder pensar. Tal vez por eso también soy un autor póstumo.
A principios de abril presenté en Medellín la segunda edición de mi libro sobre los inicios de García Márquez (cómprenlo, léanlo, manda a decir Gabito que es muy bueno). Ya en otros lados hablé de la conversación cuando le di el libro a su protagonista, de sus comentarios meses después. Pero he pensado poco –y por eso lo de mi lentitud– en algo que les dijo a unos periodistas: “Considérenlo un libro póstumo”. Aquello me sonó raro, porque yo estaba vivo y oyendo su comentario. Por el tono, descarté que tuviera intenciones de matarme. Pensé que comparaba mi libro con los que se publican cuando el biografiado ha muerto, que tienen el sello de lo definitivo. Pero no le di más vueltas al asunto. Todo iba bien hasta anoche, dieciséis años más tarde, cuando por fin até cabos.
Estaba viendo una edición especial del Show de Colbert dedicada a Scott Fitzgerald, a su novela El gran Gatsby y a la nueva película en 3D. Todos los entrevistados hablaron del irónico éxito póstumo. Poco antes de morir, con apenas 44 años, destrozado por el alcohol y la sensación de fracaso, Scott Fitzgerald se dedicó a comprar sus propios libros, porque le daba pesar verlos abandonados en las librerías. Pensando en el destino de Fitzgerald volví a pensar en el mío. Llevo años aceptando y convenciendo a los míos de que soy un autor póstumo. Ahora mismo me dispongo a gastar mis ahorros comprando los ejemplares embodegados de una novela mía que no se vendió. Pero he logrado que la aceptación de esas circunstancias no afecte mi tarea creativa. He reconocido que yo mismo busqué esta senda, para no caer en riesgo de indignidades y evitar convertirme en loro de feria. Lo que sólo comprendí anoche fue que García Márquez supo todo eso cuando leyó mi libro y dictaminó sin énfasis: “Considérenlo un libro póstumo”.
Gabito no fue el único en saberlo. Francisca Aguirre y Félix Grande me aconsejaron que no esperara ver mis libros en las listas de bestsellers. Como si eso fuera poco, mi destino está sellado desde el día en que fui con mis hijos a una feria del libro en Nueva York y me tocó ver su angustia porque la gente no compraba mi novela. Cuando fui al escenario a leer, logré conmover –o despertar la compasión– de un público que estaba allí por accidente. Al final se vendieron dos ejemplares. Empacamos los libros no vendidos y nos fuimos a comprar helado con las ganancias. Fue entonces cuando mi hijo –que tenía nueve años– resumió la situación de manera lapidaria: “Papi, eres como Van Gogh, pero sin la gloria póstuma”.
Oneonta, mayo de 2013.
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