En días de predicciones y especulaciones de futuro, de libertades y de censuras, de historias virales y sensibilidades; vale la pena preguntarse ¿por qué tenemos que hablar de internet?
Nuestros dedos parecen haberse contagiado de una enfermedad lenguaraz y precipitada. En nombre de la viralidad, la marca personal y el posicionamiento digital, hoy día se lanzan acusaciones, se insulta, se hacen predicciones sobre la conducta de los otros y se condena sin cesar. Parecemos enfermos de un resentimiento no digno de respeto ni admiración.
Después de desatada una sacrosanta carrera por lograr una sociedad conectada, parece increíble que las tecnologías digitales, las mismas donde hace más de 20 años comenzamos a depositar nuestras esperanzas de futuro, hoy logren atormentarnos al punto de la prohibición y el desequilibrio. ¿Qué sucedió? Es una pregunta que insiste en repetirse.
Siempre he estado convencida de la incapacidad que tuvimos de mirar el nacimiento de la web (1991) a los ojos. Acomplejados por carencias de conocimientos técnicos y mediocres en el entendimiento de un mundo que prometía colaboración; pero también entusiastas y curiosos, nos dividimos en dos bandos. De un lado estuvieron los exploradores, los pioneros; y del otro aquellos resistentes al cambio que arrogantemente predijeron la muerte de este universo de pixeles. Nunca hubo grises.
Centenares de ejemplos nos muestran cómo mientras defensores de los derechos humanos y las libertades ocupaban portadas en revistas internacionales – solo por mencionar The Protester, 2011, en Time – por hacer uso de las tecnologías digitales y movilizar el mundo en pro de causas sociales; otros destruían la, hasta el siglo pasado, idea de privacidad, lanzaban retos absurdos que terminaron en lágrimas de muerte y convocaban a un universo de burbujas que hoy desencadenan lamentables discursos de odio.
Entre esos blancos y negros que jamás quisimos mirar a los ojos, se configuró un mundo paralelo tan grande como la tierra misma, tan real como la vida. Cambiamos como sociedad y cuando nos despertamos y quisimos entender que ya ese mundo era uno solo, todos los esfuerzos se reunieron en una frase única: demasiado tarde. ¿Lo es?
Transcurren días de innovaciones y lamentaciones; de desafíos tecnológicos y morales; de esperanza y desesperanza. Soñamos con la idea de redes sociales responsables, gestión de un conocimiento colaborativo y nociones de verdad que nos ayuden a conectarnos como sociedad en el ciberespacio y pese a que no es lo que encontramos, aún tenemos esperanza.
No podemos pedirle frutos a un árbol que decidimos no cuidar; no obstante, aunque tarde, podemos intentar llenar de vida sus ramas secas. Aún en el ocaso, vale la pena preguntarse, ¿por qué tenemos que hablar de internet? Tal vez en un diálogo común encontremos las respuestas que nos dibujan como sociedad y, sin pretensiones ni juicios, podamos encontrar caminos que nos ayuden a entendernos desde la contradicción y la imperfección. Tal vez este no tan nuevo mundo no sea otra cosa que la explosión revolucionaria de una nueva verdad que todavía no ha sido congelada.