Texto preparado por Fanny Patricia Guerra Gómez
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“Alabado sea Jesucristo, madre”, con esa frase saludábamos a la hermana encargada de la ruta de transporte, en el bus del colegio, a lo que ella siempre contestaba “Así sea, amén”. Recuerdo que me recogían a las 6:30 a.m., en Bolívar con Belalcázar, donde vivía con mi familia, en el centro, en los años 1960. Media hora después, estábamos en el parqueadero del colegio.
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Como no alcanzaba a desayunar en la casa (tan temprano que me recogía el bus), llevaba mi arepa con huevo. ¡Y eso era motivo de envidia! Tanto, como lograr que de la vecina panadería La Especial nos trajeran, por el costo de un peso, pan caliente, recién hecho, cuyo aroma nos tentaba.
Hoy, con 53 años de egresada y ante la demolición consumada de la parte más antigua del Palermo de San José, evoco cómo era ese colegio entrañable, que me regaló gratos momentos y amistades de toda la vida. El bus, que manejaba un señor que le decían “Pirulo”, ingresaba por la calle 8. Nos bajábamos, y de inmediato nos formábamos en el patio central.
Rodeado de graderías, que daban la espalda a la cocina de las monjas de clausura y a las escalas que iban a la capilla (a la derecha) y al salón de actos y la biblioteca (a la izquierda). Luego, tomábamos las graderías para llegar al siguiente nivel, que era, en realidad, el primer piso, si lo mirábamos desde la puerta principal de entrada, la peatonal, sobre la calle 9.
Allí estaban las señoras encargadas de la portería, a quienes recuerdo con gran aprecio. Una es Resfa, la mayor, y la otra, Olguita, más jovencita, quienes aún viven y nos acompañan en las reuniones de exalumnas. Fueron merecidamente pensionadas; siguen igual o más cariñosas que siempre.
Por 80 años, el antiguo colegio franciscano de niñas Palermo de San José, que llegó a tener internado y área de clausura para religiosas, fue parte vital de El Poblado.
Teníamos, en esa área, los laboratorios de física y química, un museo con animales disecados, además de la secretaría, tesorería y rectoría, ésta última, con la oficina de la hermana Carmen, la rectora que me tocó. En los otros dos lados del patio central, estaban las aulas de clases, a las cuales se accedía por unas escalas, en dos tramos. En el primer piso funcionaban kínder y primaria. En los siguientes niveles, estaban los salones de bachillerato.
Existían, en los últimos pisos, las habitaciones de lo que otrora fuera el internado de alumnas que venían de la costa Caribe y otras partes de Antioquia, como Peque, de donde llegaron mis tías paternas, que alcanzaron a ser alojadas allí mientras estudiaban.
A mí no me tocó, pues el colegio ya tenía más de 25 años; esas mismas alcobas eran usadas, en esa época, por las novicias aspirantes a ser religiosas consagradas y algunas de ellas fueron nuestras profesoras. Así sucedió con mi profesora de quinto y sexto de bachillerato (hoy décimo y 11), Ana Sofía Rojas, una joven costeña.
Ella estuvo esos dos años con nosotras, siendo novicia. Después, se retiró antes de hacer sus votos religiosos y se dedicó a la docencia, en centros de educación, en sitios populares de la ciudad. Hoy, también saca su tiempo para compartir con sus antiguas alumnas.
Por último, quisiera mencionar que había grupos de la Cruz Roja y scouts. Me incliné por los scouts y nos bautizamos Apolo 11, por los astronautas que llegaron a la luna. Una vez, salimos a acampar a El Santuario, donde las hermanas tenían también un colegio y un convento. Allí tuvimos la experiencia de que varias de nuestras carpas se inundaron.