/ Gustavo Arango
Para los enterados en asuntos literarios, la obra de Juan Rulfo es una prueba de que no hay que escribir mucho para estar entre los grandes. De hecho, es preferible ser muy parcos. De Rulfo se conocen la fotografía, el guión de cine, las cartas, pero a la hora de la verdad sólo quedan dos libros: una colección de cuentos, llamada El llano en llamas, y una novela corta, tramposamente corta, llamada Pedro Páramo.
Como resulta que enseño literatura, también resulta que a veces tengo el placer exquisito de hablar con holgura de autores y obras que admiro. Así volví a Pedro Páramo. Fue en el semestre de primavera. Era una clase tranquila e inspirada, los miércoles al final de la tarde. Durante dos fugaces horas y media me reunía con doce chicas a degustar frases e imágenes, a entretejernos con las tramas. Al principio, dedicamos un buen rato al perseguidor. Luego, nos entremetimos en la relación de un cura y una menor de edad. Más tarde llegamos a Comala. “Se sube o se baja según se va o se viene”. El problema es cuando uno no sabe si va o si viene. “Para el que viene sube y para el que va baja”. No sé por qué tengo la sospecha de que a Comala se llega bajando y que es el infierno mismo o, mejor, la antesala del infierno, el lugar donde las almas se preparan.
Comala es un hoyo de fuego y de silencio que se llena de sombras y susurros. Está hecho de voces que vienen con el viento, que salen de las piedras, de los cajones desmoronados de las tumbas. Sus voces repiten recuerdos, componen desde el polvo y la tierra la historia del pueblo, la historia del hombre que lo mató con su desprecio. Comala es Pedro Páramo, ese rencor vivo, dejándose morir, repitiendo insistente la ceremonia de su vida y de su muerte, allá mismo en esa muerte donde todo es repetir y repetir. Comala es olores y ecos; historia, biología, filosofía; también es delirios y sueños.
Todas las literaturas habitan en Pedro Paramo. El realismo nos muestra los oscuros engranajes de la sociedad, pero con la elegancia del escritor que nos sabe capaces de pensar. El discurso moral nos ofrece la figura del hombre que se nutrió de su dolor y produjo más dolor. Están también los amores imposibles, el de Susana por un muerto y el de Pedro Páramo por una muerta en vida. Están la soledad, la incomprensión, la bondad y la inocencia que laten en el fondo de cada corazón. Está el lenguaje, la poesía, explorando los límites con una belleza tan simple que es sobrenatural. Y, como si todo eso fuera poco, está el enigma final: ese torbellino narrativo que lo deja a uno loco y dando vueltas, tratando de entender lo que pasó.
Así, enloquecido y dando vueltas, volví a verme en las noches de miércoles de las últimas semanas, dedicado a cantar las glorias de esa novela, apreciándola mejor que la última vez, pero también aceptando que el misterio final de esa historia es como el de la vida misma, imposible de penetrar. Frente a un grupo que esperaba certezas, me vi obligado a defender la indeterminación y la incertidumbre.
Reconociendo que es posible que uno invente mil conjeturas y que siempre tendrá la sensación de no haber dado con la que era, me preguntaba por qué a nadie he escuchado hablar de esa imposibilidad con que se cierra la novela de Rulfo. Por eso decidí pedir ayuda. Si alguien pudiera explicarme el final de Pedro Páramo, se lo agradecería en el alma.
Oneonta, junio de 2013.
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