Hace un par de días estuve en la celebración de los 25 años de Fabric London, un club nocturno que con los años se ha convertido en un templo para los amantes de la música electrónica, gusto que con los años le he ido heredando a mi compañero. Entre las muchas cosas que me sorprendieron de aquella fiesta hubo una en particular: se pagaba por privacidad.
¿Qué quiere decir esto? Desde que compré la boleta me llegó un correo electrónico en el que decían que estaba prohibido tomar fotos y videos, que se respetaba la privacidad de los DJ y asistentes. Cuando llegué a la discoteca, fue tal cual lo prometieron: las cámaras delantera y trasera del celular fueron bloqueadas con un par de stickers que hacían alusión a los 25 años del lugar. Durante el tiempo que estuve allí hubo complicidad de todas las personas, nadie sacó celulares y los únicos registros fueron los oficiales de Fabric.
Dejé la fiesta con una sensación de protección que me pareció bastante extraña. Allí nadie me conocía; aun así, respiré con la tranquilidad de saber que no iba a aparecer en las historias, fotos o caricaturas de algún desconocido y que, aunque no estuviera haciendo nada salido de los cabellos, tampoco terminaría involucrada en un chisme, perseguida o juzgada.
Soy de las personas que montan muchas historias en su Instagram. Mi mejor amiga me ha criticado varias veces; pero, un asunto que siempre considero es: solo publico aquella parte de mi vida que quiero que se vea. Además, respeto, casi de manera sagrada, la privacidad de las otras personas. Esto incluye pensar, ¿me gustaría que publicaran una foto mía así?
No me escapo de los abrazos sufridos del capitalismo digital, lo sé. Somos los hijos de un sistema que siempre tiene la necesidad de contarse y explicarse, y aunque ahí vamos con el tratamiento para la adicción, fiestas como la de Fabric y su empeño por respetar la privacidad entre miles de personas, representan una fuerte sacudida para ese mundo vigilante que nos hemos empeñado en construir.
En un mundo en el que triunfó la vigilancia, en el que le tememos al silencio como a pocas cosas en la vida porque el silencio es una forma de encontrarnos con nosotros mismos, en el que nos hemos convertido en nuestro propio Gran Hermano con las consecuencias y enfermedades que esto trae, darse el lujo de la privacidad no está nada mal. ¿El asunto en cuestión? Ahora tenemos que pagar por ello.
Regocijarse en los rincones ocultos de la existencia, abandonarse en una isla con desconexión a internet, entender la vida como un proceso creativo que honra a la imaginación y alejarnos de las pantallas, lo justo porque a esta altura la desconexión no es una opción para el mundo; puede ser una bonita forma de empezar a construir un presente diferente, al menos uno en el que se le pueda dar rienda suelta al pensamiento que no lo explica todo, a ese hermoso verbo que es crear, que cree y crea.