/ Esteban Carlos Mejía
Confieso que he vivido, según dijo Neruda. No me gusta que nadie se asome por encima de mi hombro a leer lo que estoy leyendo. Me da ira mala. Es como si un intruso metiera su cuchara en mi plato, aunque sea de lentejas. Durante años tuve la precaución de forrar los libros con papel de Manila para que no se pudieran ver ni el título ni el autor, manía propicia a equívocos. ¿Cómo saber que cogí Historia del ojo, de Georges Bataille, y no Las palabras, autobiografía de Jean Paul Sartre? Muchas veces me confundí y me llevé a la playa un libro que debería haberse quedado en la mesita de noche, Los bienes terrenales del hombre, de Leo Huberman, o Historia de la revolución rusa, de León Trostky, por ejemplo. Todo para que ningún fisgón se entrometiera en mis lecturas.
Por fortuna ya se me pasó el vicio de ponerle forro a los libros. Ahora me importa un pito que los vecinos de mesa en la buñuelería se enteren de lo que leo. Pero, ¡ay si alguien se inclina por encima de mi hombro y se mete con mi texto! No lo increpo ni lo confronto, por favor. Tampoco le hago mala cara. Simplemente me volteo y le cierro el libro en las narices. Porque la lectura como la escritura, no me cansaré de insistir, son actos íntimos, solitarios, casi autoeróticos, sobre los que solo el lector o el escritor tienen albedrío. Al fin y al cabo, cada cual lee el libro que se merece.
* Día tras día. ¿La efeméride de esta semana? Un día que debería ser festivo en todas las lenguas. El 10 de julio de 1871, en Auteuil, al suroccidente de París, nació un niño tan escuálido y tan frágil que sus padres se vieron a gatas para salvarlo con mimos y cuidados: Valentin Louis Georges Eugène Marcel Proust Weil. Proust, a secas, para quienes amamos la buena literatura y creemos a pie juntillas en el milagro de la transmigración artística.
Lecram –o sea, Marcel al vesre, digo, al revés– era zalamero, obsequioso, histérico y adulador. Con perspicacia y agudeza incomparables, adivinaba lo que no veía. “Nada ponía fin a su clarividencia, ni aun el que no hubiera nada que ver”, según afirmó uno de sus amigos. Enfermizo o hipocondríaco, frígido o perverso, meticuloso o desbordado, Proust vivió dos o tres vidas en una sola, suficiente para escribir los siete volúmenes de una obra sin medida, En busca del tiempo perdido (1913 – 1927), con la que entró como dios de dioses al panteón de los politeístas literarios que pululamos en este planeta monoteísta. A mi juicio, sin Proust las bibliotecas no tendrían sentido ni los bibliotecarios tendrían oficio. Y ahí perdonen mi audacia los antiproustianos, que los hay, los hay. Como las brujas.
* * Body copy. “Sed prudentes, muchachas, y antes de comprometeros pensadlo bien. No os abandonéis a un amor demasiado sincero. No digáis nunca todo lo que sentís, y aún será mejor que no sintáis mucho. Ved adónde conduce un amor demasiado leal y confiado, y no os fiéis de nadie. Casaos como hacen en Francia, donde los abogados son los padrinos y confidentes. No tengáis ningún sentimiento que pueda ser para vosotras fuente de amargura. No hagáis promesas que no podríais retirar en caso necesario sin que os cueste un disgusto. Esta es la única manera de salir adelante, de hacerse respetar y de pasar por mujer de carácter en la Feria de las Vanidades.”
William M. Thackeray. La feria de las vanidades. 1848.
* * * Vademécum. ¿A pie juntillas? “Sin discusión”. ¿Fisgón? “Que hace burla. Aficionado a husmear.” ¿Albedrío? “Voluntad no gobernada por la razón, sino por el apetito, antojo o capricho.”
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