Terroristas, paracos, genocidas, asesinos, sicarios, fascistas, bandidos, corruptos, mafiosos, ladrones: estas son algunas de las palabras con mayor rating en Colombia. Son las más escuchadas hoy día en el país.
La inmensa mayoría de los colombianos no hacemos parte de esas barras bravas; muchos, sin embargo, han sido tocados por el fuego cruzado de la propaganda negra, que es la encargada de alimentar el odio, la rabia y el miedo. Y si como ciudadanos no tomamos conciencia del camino que nos están trazando, ahí sí nos podemos precipitar al abismo. Pero hay opciones.
No afirmo que el problema de Colombia reside en las palabras que se oyen. La verdad es que ellas tienen un significado más allá de lo meramente insultante: se refieren en muchos casos a realidades reales que se viven. Pero esas realidades no definen a Colombia; hacen parte del país, pero no son el país: somos mucho más que eso.
La degradación del lenguaje es la manifestación palpable de la degradación de la política. Los millones de colombianos, que no nos sentimos representados por quienes convocan a la violencia, a lo que aspiramos es que de una vez por todas aprendamos a resolver las diferencias conversando. Es decir, sin armas, ni gritos, ni palmadas en la mesa.
El conflicto armado en Colombia ha sido un fenómeno básicamente rural. En el trasfondo ha estado la lucha por la tierra y, en las últimas cuatro décadas, el asunto del narcotráfico. Pero en la matriz de riesgos del país de hoy, debemos incluir la posibilidad de que ocurra algo que solo hemos vivido tangencialmente: la guerra urbana. Suena apocalíptico pero está dentro de lo posible.
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El panorama se ha complicado bastante, particularmente en las ciudades. La pandemia ha barajado las cosas, aunque todavía no han sido repartidos plenamente los efectos. Sin embargo una cosa resulta ya evidente: como país nos hemos empobrecido. El tejido empresarial ha sufrido serias averías, millones de familias están en la miseria, y amplios sectores de las clases medias están ahora en la pobreza.
Algunos grupos le quieren sacar partido a esta tragedia: se oyen, desde varios sectores, los llamados a la confrontación dura. Aunque nunca es el momento para la violencia, en particular estos tiempos que vivimos no permiten nada distinto a soluciones de paz. Lo contrario, más que una irresponsabilidad, es una locura.
La sociedad es un ente dinámico que produce enormes cantidades de energía. Una de las manifestaciones de esa energía podríamos llamarla la energía emocional del conjunto social. Cuando una sociedad no sabe manejar sus conflictos -que son propios de todo grupo humano- se produce un enorme gasto de energía en forma de odio, rabia, miedo y parecidos.
Esa fuerza se va volviendo inercial. Y cada vez se hace más difícil cambiar su rumbo porque la sociedad va aceptando que así son las cosas, ¡qué le vamos a hacer! El asesinato, el secuestro, los fusilamientos, las masacres, se hacen tan cotidianos que llegan incluso a verse como algo trivial. Además ocurren muy lejos… hasta que nos tocan a la puerta.
Nuestra salida es reorientar esa enorme energía de que dispone la sociedad civil (el llamado país nacional) hacia algo que es muy sencillo en apariencia, pero que requiere de una gran determinación (el método ha sido ensayado en otras geografías y se sabe de sus buenos resultados en cuanto al bienestar colectivo: créanme). Todo comienza por escuchar al otro, o por ponerse en sus zapatos como se dice coloquialmente. Escucharlo a fondo: entender sus razones, su situación, conocer su entorno, comprender sus miedos. Y aprender a respetarlo.
La práctica de escucharnos (y respetarnos) es algo esencial que debemos practicar y enseñar (explícitamente y con el ejemplo), en todos los ámbitos de la vida social. Ello va generando una dinámica propia y va cambiando la forma de resolver las cosas. Hasta que alcanza una masa crítica y se constituye en el motor transformador de un país (se incorpora a su cultura).
¿Seremos capaces de construir algo parecido?
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