Visitar un museo es un placer culpable. Uno siempre se pregunta qué derecho tienen Nueva York o Londres o París para exhibir pedazos sustanciales de la historia de otros pueblos.
Nunca he vivido en la ciudad de Nueva York. Sospecho que yo mismo he saboteado las oportunidades que la vida me ha ofrecido de ser un habitante de la Gran Manzana. Temo que me abrumarían las multitudes, que sus rutinas apagarían el asombro frente a sus desproporciones y contrastes. Quizá sean las razones de la zorra con las uvas, pero me alegra haber vivido a distancias que me han permitido regresar con frecuencia, con los sentidos frescos, con algo del temblor emocionado de quienes la visitan por primera vez.
Con las tibiezas que anuncian el verano suelen venir amigos que nos sirven de excusa para revisitar lugares cuya fascinación resulta inagotable. Uno de esos lugares es el Museo Metropolitano de Arte: una cápsula del tiempo que resguarda tesoros culturales de todas partes del mundo.
Como el río de Heráclito, por más que uno vuelva, el museo jamás es el mismo. Uno puede contar con que allí lo estarán esperando el templo milenario, sarcófagos o estatuas que no cambian de lugar. Alivia saber que más allá de etruscos y romanos nos esperan polinesios y quimbayas, que en cierta sala hay una piedra sufriente de Rodin o una flor de Georgia O’Keeffe. Pero también es seguro que el museo cada vez revelará algún detalle antes inadvertido –una talla minúscula, un mensaje en un cuadro– o que abrirá horizontes con las exposiciones temporales: ahora el show se lo roba La historia de Genji, la primera novela, escrita hace mil años por una cortesana japonesa.
Cuando voy al museo, me gusta ver los gestos del amigo, mirar lo que mira, notar sus asombros, como si los objetos del museo brillaran bajo una nueva luz. Pero, por muy diversos que sean los matices, no dejan de darme vueltas las mismas inquietudes.
Visitar un museo es un placer culpable. Uno siempre se pregunta qué derecho tienen Nueva York o Londres o París para exhibir pedazos sustanciales de la historia de otros pueblos. Un pasado de abusos a veces se esconde detrás del privilegio que significa ver el mundo en un solo edificio. Pero acallo mis dudas y alimento la idea de que muchas de esas piezas quizá no existirían si se hubieran quedado en sus sitios de origen.
Recorriendo salones también me pregunto por qué algunas obras conservan el nombre de su artífice, mientras que muchas otras no nos revelan nada del alma y las manos que les dieron forma. Frente a gestos eternos de obras anónimas he llegado a pensar que es mejor ese olvido, que el artista sería más feliz sin la vanidad del crédito. Pues, ¿qué gana Petrarca con que sepa su nombre si su Laura es igual de imposible?